

Crítica de Ghostbusters (2016): reboot femenino vibrante sin romance impuesto. Ciencia, humor y camaradería sostienen a cuatro profesionales. Vale verla.
Me acusaron de tibieza la primera vez que escribí sobre la franquicia. Tenían razón. Aquella crítica, deshilachada, no hacía justicia a lo que una película puede provocar cuando la mirada se afila y el pulso se asienta. Vuelvo a Ghostbusters de 2016, la entrega con elenco femenino, y lo hago con la determinación de ordenar el recuerdo, depurar lo que sobra y contar lo que late.
Angelica deja los pinceles a un lado —paleta salpicada, dedos manchados— y yo acomodo el cuaderno sobre la mesa. Ella respira el olor a trementina; yo paso las hojas con la punta de los dedos, buscando el ritmo. Esa coreografía doméstica abre la puerta de la película.
La mansión antigua del inicio impone una atmósfera de parque cerrado. Pasillos que crujen, sótano húmedo, tuberías que gotean. Todo se organiza a manera de aparición. No hay prisa: el encuadre prepara el territorio y, cuando el ectoplasma irrumpe temprano, no llega como golpe gratuito, sino como firma. Me mantuvo atenta desde ese arranque: la promesa de susto convivía con una ligereza casi musical.
La profesora que aspira a conservar un puesto universitario introduce una realidad que muchos conocen: trámites, expedientes, puertas que se entornan. En el clásico original, los protagonistas salían disparados del sistema y abrían un negocio hipotecando una casa. Aquí, la chispa surge de una publicación impetuosa y de un libro compartido que reaparece con consecuencias. Distinto motor, misma obstinación científica.
El trazo cómico encuentra su brújula en Patty Tolan. La escena del andén la retrata con una humanidad que reconozco. Trabaja, saluda, nadie responde. Ese gesto mínimo —mano levantada, sonrisa que aguanta el silencio, mirada que baja un instante y vuelve a subir— me llevó a mis días de cajera en una tienda de informática. Las ciudades, a veces, son túneles donde la cortesía se extravía; la película lo capta sin sermonear.
La secuencia del tren le pertenece. Patty detiene el paso, evalúa, mira dos veces el mismo maniquí. Un hombro tenso, la barbilla hacia atrás, la respiración que se acelera antes de admitir en voz baja que no entrará en ese cuarto. Luego el maniquí se desplaza y la huida estalla en una carrera sincera, nada fingida. Ese humor de cuerpo, bien cronometrado, define el tono del film.
El equipo construye su guarida con una naturalidad que contagia. Jillian Holtzmann se entrega al ritmo mientras ajusta artefactos; las otras siguen la cadencia. En casa reproducimos la escena: Angelica enciende el parlante, yo ordeno cables y libretas. El fuego de la hornilla ha querido estropearnos más de una tarde y, aun así, la música insiste. Esa coincidencia doméstica me vinculó con el montaje sin esfuerzo.
Kevin, secretario magnético, se ubica en el estereotipo del guapo torpe. El guiño funciona como inversión del original y evita la condescendencia hacia las protagonistas. La película se permite bromear con el cliché, a la vez que lo expone. Preferiría que la comedia liberara al personaje de la sombra del “guapo vacío”, con todo, su presencia sostiene momentos de pura farsa.
El uniforme les sienta como armadura utilitaria. Gris con bandas naranjas, mezcla de conserje y brigada técnica. No embellece; afirma un oficio. Me funciona en la lógica del film, aunque el color remite a jornadas de recolección urbana. Esa fricción visual, curiosamente, las vuelve más cercanas: cazafantasmas de a pie, entre cables, válvulas y sudor.
Valoro el lugar que esta versión concede a Patty frente al desdén que pesó sobre Winston en la primera película. Aquí, cada integrante del equipo ocupa su territorio sin quedar relegada al chiste suelto o al romance accesorio. La camaradería no es postal: se discuten, se corrigen, se aplauden en voz alta. La risa no oculta la ciencia; la sostiene.
El villano, Rowan North, opera como engranaje funcional. Su obsesión empuja el conflicto, aunque su psicología no termina de desafiar. He convivido con personas que exigen que el mundo se les acerque, inmóviles en su agravio. El personaje se instala ahí y no avanza demasiado. Aun así, cuando la amenaza se desata, la película toma impulso y el clímax ofrece una coreografía de rayos, saltos y golpes que combina fantasía y tecnología con claridad narrativa.
La secuencia frente al hotel vale por un manifiesto de equipo: cada una se adueña de su fantasma, alternan entradas, celebran aciertos, corrigen errores. El humor se filtra en los detalles: un cable que se enreda, una mueca, un gesto de alivio que no requiere línea de diálogo. En paralelo, la banda sonora cita lo conocido y activa nostalgia sin volverse rehén de ella.
Me divertí con las pruebas de armamento: el retroceso que lanza a Abby por los aires, la bicicleta del repartidor convertida en chatarra, la danza breve que alguien espía y no debería estar ahí. El coche proveniente de una casa funeraria adiciona un matiz lúgubre que, en mi memoria, funciona mejor que la ambulancia del clásico, aquella que siempre asocié a un episodio de dibujos animados donde los villanos escondían oro.
Hay un momento en el que Erin se lanza del escenario para perseguir a una aparición y la multitud responde; más tarde Patty repite el salto y el suelo la recibe con indolencia. “No sé si es una cuestión racial o de género”, dice, y la línea cae con peso justo, sin sermón, como un latigazo de lucidez en medio del jolgorio.
No todo me convence. La escena del local soñado que resulta inalcanzable reproduce un guiño al original que me deja con un leve desagrado. Tal vez esperaba un desvío más audaz. A pesar de ello, la elección del pequeño comercio vecino les regala un territorio precario, perfecto para el humor físico y los malentendidos.
Alguien, en televisión, las tilda de locas. La frase busca negarles legitimidad. La película responde con trabajo: cables soldados, prototipos ajustados, caminatas nocturnas con los hombros en alto. Ese es el mensaje que me queda. No retórica, sino oficio compartido; no gestos de postal, sino manos que tiemblan de cansancio y vuelven a apretar el gatillo.
Salí del recuerdo de Ghostbusters 2016 con gratitud. Celebro su mezcla de ciencia juguetona y fantasía controlada, su comedia de gesto real y su apuesta por cuatro personajes completos, sin jerarquías caprichosas. Merecía una continuación. La camaradería estaba lista para otra vuelta.
Apago la hornilla, Angelica enjuaga los pinceles y yo cierro el cuaderno. Queda un aroma tenue a pintura y a papel caliente. La película persiste en ese olor: trabajo, humor y una convicción tranquila de que lo extraordinario también se construye con herramientas.
Me sorprendió la libertad con que las presentan: no son madres, no son pareja de nadie, no orbitan alrededor de anillos ni cunas. Viven para su trabajo y su curiosidad, sin pedir disculpas. En un cine estadounidense que suele reservar a las mujeres el papel de novia, esposa o madre, esta película corta la cuerda de esos trofeos previsibles y deja a cuatro adultas —con edad a la vista, cansancio real y humor propio— entregadas a la investigación, la técnica y la aventura.
Erin inclina la espalda sobre la pizarra, borra una cifra con el dorso de la mano y vuelve a escribirla con trazo firme. Abby sostiene un termo abollado, toma un sorbo y reajusta un arnés que ya dejó marcas en el mono. Holtzmann aprieta una abrazadera, chasquea la lengua, sopla virutas de metal y guiña un ojo antes de accionar el prototipo. Patty repasa planos del metro, subraya rutas con un marcador, cierra el cuaderno con una palmada breve y se coloca los guantes. Esas acciones pequeñas —prácticas, repetidas, creíbles— construyen un retrato de oficio en lugar de un adorno romántico.
Agradezco que el guion no les cobre peaje sentimental. La pasión está en la tarea: calibrar, soldar, calcular, probar. La camaradería se alimenta de chispas y de risas compartidas, no de escenas azucaradas. Cuando el cansancio se instala, ninguna posa para la cámara; se limpian el sudor con la manga, ajustan el cinturón de herramientas y siguen. Ambición y decisión por sus metas, sin excusas.
Esa elección narrativa tiene consecuencias: el tiempo de las protagonistas no se diluye en subtramas previsibles. Se invierte en construir tecnología, discutir ideas y sostenerse unas a otras en medio del caos. La película confía en que el público puede enamorarse de un destornillador bien usado, de un cálculo corregido a último minuto, de una carcajada que estalla tras un golpe de retroceso. Confía y acierta.
Angelica seca los pinceles sobre un trapo manchado, yo cierro el cuaderno y el olor a pintura se mezcla con el del papel tibio. La película nos deja ese ánimo: mujeres que trabajan sin pedir permiso, que apuestan por su deseo profesional y que encuentran en la risa —no en la concesión— la energía para seguir. Esa independencia, rara en tantas producciones, sostiene la memoria de esta entrega y la vuelve entrañable.
La película se atreve a mostrar mujeres cuyo motor no es la maternidad ni el romance, sino el deseo profesional y la curiosidad. Esa decisión limpia el encuadre: no hay subtramas pegadas con cinta, no hay escenas de compromiso forzado. El relato se concentra en la labor, en la terquedad de construir herramientas, en la alegría de hallar una solución técnica y celebrarla con una carcajada breve.
Erin toma una tiza, respira hondo, corrige un signo y suelta el polvo de la pizarra con la palma. Abby sacude el cansancio con un trago de café tibio, acomoda el arnés y deja el termo abollado sobre la mesa. Holtzmann calibra, suelda, sopla un hilo de humo, guiña un ojo y hace vibrar el prototipo durante un segundo exacto. Patty revisa planos del metro, pliega el papel en cuatro, se calza los guantes y asiente con la barbilla. Esos movimientos, concretos y cotidianos, sostienen la credibilidad del grupo mejor que cualquier romance impuesto.
Angelica pinta un cartel improvisado con brochazos seguros, mezcla negro con rojo hasta dar con un tono que late, firma con iniciales pequeñas y cuelga el afiche con cinta de carrocero. Yo, al lado, organizo notas y tiempos. Ella aporta color y textura; yo, orden y fraseo. Ese equilibrio doméstico dialoga con la película sin subrayados.
Me gusta que la edad de las protagonistas no se esconda bajo filtros suaves. El cansancio se marca en los hombros, la espalda se encorva tras horas de trabajo, los ojos se encienden frente a un hallazgo. Ambición y decisión aparecen en la respiración, en la postura, en la manera de caminar hacia el caos con una herramienta en la mano. Nada de trofeos románticos ni de giros sentimentales que frenen el pulso.
Cuando el relato acelera, la comedia no estorba, acompaña. La torpeza deliberada del retroceso en las armas, los trajes que crujen, las miradas de acuerdo antes de una maniobra arriesgada, el alivio compartido tras un acierto. Todo fluye con una música interna que alterna chispazos de humor y precisión de taller. Aun así, conserva humanidad: sudor en la frente, manchas de grasa en los puños, medias sonrisas que no piden permiso.
Valoro la coherencia con la tradición de la saga y, al mismo tiempo, el desvío. El auto que llega desde una casa funeraria, la ironía con el despacho inalcanzable, el local modesto que se vuelve base de operaciones, la ciudad como paisaje que resiste. Con todo, lo que permanece es la ética del oficio: probar, errar, ajustar, volver a intentar. Esa cadena de acciones construye sentido.
Las cuatro ocupan su lugar sin competir por foco. Cuando una cae, otra cubre; cuando un cálculo falla, alguien corrige; cuando el miedo aprieta, aparece una broma que no minimiza el riesgo y permite seguir. La película confía en la inteligencia de sus personajes y también en la de quien mira, por eso evita explicaciones redundantes y se apoya en la observación de gestos.
Angelica enjuaga los pinceles, exprime el trapo manchado y deja secar las brochas al borde de un vaso. Yo cierro el cuaderno, tenso la liga que lo mantiene unido y apago la luz de la mesa. Queda un resplandor pequeño, suficiente para recordar que esta entrega eligió contar a mujeres libres de orbitas ajenas, empeñadas en sus metas, fieles a su gremio de ciencia y risa.
Esa libertad, rara en tantas producciones estadounidenses, no se declama, se trabaja. Por eso la película se siente fresca. Por eso, al terminar, queda la sensación de haber acompañado a cuatro profesionales en una jornada intensa, con golpes, aciertos, equivocaciones y una camaradería que no pide perdón. Y esa sensación, sólida y luminosa, justifica el regreso a esta crítica y la necesidad de seguir escribiendo hasta dejarla pulida.
A diferencia de la primera versión donde Winston es menospreciado, sin desarrollar su personaje y dándole más protagonismo a las escenas románticas y estúpidas entre Venkman y Dana, en esta versión, Patty realmente tuvo carácter. Sé que hablo mucho de ellas, pero estoy orgullosa de ver cómo la televisión ha cambiado desde mi infancia, cuando veía escenas de personajes negros ser borrados o reemplazados por escenas románticas de personajes blancos, lo cual siempre era aburrido. También diría que esta película merecía una secuela, porque la camaradería entre las chicas y su forma directa de decirse las cosas sin reservas me encantó.
Me gustó que el coche viniera de una casa funeraria, en comparación con la primera versión donde el coche parecía más una ambulancia antigua que había visto en un episodio de Scooby-Doo donde los villanos escondían lingotes de oro. Me gustó que bromeen y se rían de sus errores y que no inserten esa rivalidad estúpida que a menudo se proyecta entre chicas en la pantalla grande. En esta película, cada personaje es cautivador y nada molesto; cada una de las cuatro es un personaje completo y único. Además, cada una tenía su propia inteligencia, valores sólidos y nada que envidiar a las demás.
Pasemos ahora a su uniforme. En realidad, me gustó y no me gustó, porque parecían trabajadoras de la calle o conserjes, pero también se asemejaba a la primera versión, así que está bien. El inconveniente venía, de hecho, del color, gris y naranja, que parecía más a un recolector de basura orgánica.
Como dije, nos identificamos mucho con Patty Tolan, cobarde, aún más en la escena donde va a investigar sola y dice que no entrará en esa habitación. Luego, ve un maniquí y se pregunta si estaba allí antes, diciéndole al maniquí que no le responda. Mientras el maniquí se mueve, ella huye gritando “te dije que no me respondieras”. Sin olvidar que esta escena nos recordó a los primeros episodios de Doctor Who, de 2005, cuando conocemos a Rose y es atacada en el sótano del centro comercial por unos maniquíes épicos.
La película respira una libertad rara: cuatro profesionales que priorizan su oficio, su curiosidad y su deseo de aprender. No cargan alianzas, no cargan cochecitos, no administran romance. Administran energía, tiempo y herramientas. Ese enfoque despeja la narración y permite que el humor nazca del trabajo: tuercas que resisten, fórmulas corregidas, prototipos que vibran un segundo más de lo previsto.
Erin limpia la tiza de sus dedos con un pañuelo arrugado y vuelve al cálculo. Abby acomoda el arnés con un gesto automático y aprieta los dientes antes de oprimir el gatillo. Holtzmann suelda, sacude la muñeca por el calor y deja la máscara sobre la mesa con un golpe seco. Patty baja la mirada, comprueba el mapa del metro, sube la cremallera del mono y asiente. Es coreografía de taller: precisión, repetición, pequeños triunfos.
Angelica pinta un letrero con brochazos densos, mezcla un rojo apagado con un negro terroso hasta alcanzar un tono útil, no decorativo. Su codo roza el frasco de trementina, lo sujeta a tiempo, respira hondo y firma con iniciales diminutas en una esquina. Yo reviso notas, corto frases que sobran, muevo párrafos para que el ritmo avance sin tropiezos. Mientras seca la pintura, ordeno páginas con una liga y la mesa recupera su forma.
Agradezco la edad visible del elenco. Se nota en los hombros pesados después de cargar equipo, en la postura que busca alivio, en la risa que estalla para liberar tensión y no para agradar. Ambición y decisión aparecen en la manera de caminar hacia la zona de riesgo, en el pulso firme al calibrar una válvula, en la calma que antecede a cada disparo. No hay adornos de guion que las domestiquen; hay oficio y convicción.
La puesta en escena combina neones y brillos con pasillos húmedos y acero. El ECTO-1 procedente de una casa funeraria introduce una melancolía que no se vuelve cursi. La música cita un himno conocido y lo dosifica para que la nostalgia no sustituya la comedia física ni el gesto concreto. El montaje respira: abre espacio a la carcajada y enseguida devuelve la concentración al trabajo.
Los cameos funcionan como guiños y no secuestran el foco. La película honra el legado, con todo, no se arrodilla. El centro permanece en el equipo nuevo: cuatro voces distintas, cuatro modos de pensar. La dinámica interna evita la caricatura: cuando una duda, otra sostiene; cuando un aparato falla, alguien lo mejora sin humillar. Ese respeto mutuo construye camaradería sin discursos.
El villano empuja la trama sin devorarla. Su queja constante sirve de contrapunto a la ética de trabajo del grupo. Allí se traza la línea: mientras él vive de culpas y resentimiento, ellas convierten frustración en método y ensayo. No hay redención fabricada, hay una ciudad por defender y una tecnología por perfeccionar.
Me detengo en la textura de los materiales: correas que dejan marcas, guantes manchados, lentes empañados por un vapor que obliga a limpiar con el dorso de la mano. La comedia brota de esa fricción entre lo precario y lo brillante. Una carcajada corta, un resoplido, un “ok” bajito que sella un paso más en la cadena de pruebas. Nada de alegorías huecas; resultados.
Angelica apoya las brochas al borde de un vaso y estira los dedos para soltar la tensión. Yo cierro el cuaderno y deslizo la palma por la tapa para aplastar el aire. Queda un orden provisorio, suficiente. Dejo esta idea en alto: Ghostbusters 2016 apuesta por mujeres con tiempo propio, técnica afinada y humor a flor de piel. Adultas libres, ambición en marcha, decisión por sus metas. Esa elección narrativa sostiene la película y, todavía hoy, sostiene estas líneas.
Dejo asentado lo esencial: Ghostbusters 2016 me ganó por su pulso de oficio, su comedia de gesto real y su manera franca de presentar a cuatro profesionales que priorizan su trabajo. La película no delega la gracia en el romance ni la emoción en la maternidad. Pone la energía en el laboratorio portátil, en la calle húmeda, en el andén donde el miedo se enfrenta con equipos improvisados y una valentía sin ornamentos. Ese enfoque mantiene el relato claro y sostenido.
Lo más valioso aparece en la libertad de sus protagonistas. Adultas con horas encima, ojeras visibles y un deseo nítido de aprender, construir y corregir. Erin piensa, borra y reescribe; Abby sostiene el ritmo cuando el cansancio aprieta; Holtzmann inventa con una mezcla luminosa de rigor y juego; Patty aporta conocimiento del terreno y un humor que nace de la experiencia. No orbitan alrededor de anillos ni cunas. Se organizan, discuten, celebran y avanzan. Esa elección, infrecuente en tantas producciones estadounidenses, aporta aire fresco y dignidad.
El humor brota de la materia: correas que se traban, válvulas que resisten, retrocesos que lanzan cuerpos por los aires, golpes que se convierten en risa, pruebas que fallan y vuelven a intentarse. La secuencia de Patty en el tren, con el maniquí que se desplaza un centímetro antes de desatar la huida, condensa el tono del film: miedo verdadero, resolución práctica y una comicidad que nace del cuerpo, no del chiste fácil. La batalla frente al hotel confirma la camaradería: turnos bien calculados, miradas de acuerdo, una alegría franca por cada acierto.
Los signos visuales se vuelven memorables. El ECTO-1 proveniente de una casa funeraria añade un matiz de melancolía útil, nada cursi. Los uniformes, grises con bandas naranjas, funcionan como armadura de trabajo más que como disfraz. La banda sonora cita lo conocido sin abusar de la nostalgia y deja que la acción respire. El resultado es una mezcla precisa de ciencia juguetona y fantasía controlada.
Kevin, desde la recepción, aporta farsa sin opacar. Su torpeza magnética hace de espejo de la inversión de roles; a la vez, el guion evita convertirlo en blanco de desprecio. Con todo, el centro jamás se desplaza: la historia pertenece a las cuatro científicas y a la ética de trabajo que comparten. Esa ética —probar, errar, ajustar, repetir— sostiene la emoción mejor que cualquier sermón.
El antagonista cumple su función sin alcanzar un espesor inolvidable. Su resentimiento sirve como contraste a la cooperación del equipo. Aun así, cuando la amenaza escala, el ritmo se ordena y la película ofrece un clímax de coreografía clara, rayos bien planteados y humor medido. En ese tramo, la puesta en escena exhibe su mejor cara: lucidez narrativa, precisión física y un remate visual que se queda en la memoria.
Me detengo en lo que, para mí, la vuelve entrañable: el respeto por cada integrante del grupo. Winston fue relegado en el clásico; aquí, Patty tiene voz, presencia y decisiones. Holtzmann brilla sin aplastar a las otras. Erin y Abby cargan con el hilo académico y el impulso vital del proyecto. No hay jerarquías caprichosas ni rivalidad fabricada. Hay diferencias reales al servicio de una meta compartida.
Al terminar, queda una sensación concreta: manos manchadas, hombros cargados, ojos encendidos. Angelica deja secar los pinceles en el borde de un vaso, yo cierro el cuaderno con una liga, la mesa recupera su orden y persiste un olor tenue a trementina y papel caliente. Ese rastro resume lo que esta película entrega: trabajo, humor, inteligencia y una confianza serena en que lo extraordinario se construye con herramientas.
Ghostbusters 2016 vale la pena. Vale por la risa que nace del cuerpo, por la invención técnica, por una camaradería luminosa que no pide permiso, por el retrato de cuatro mujeres que sostienen su deseo profesional sin concesiones. Vale por cómo honra el legado sin arrodillarse y por cómo encuentra voz propia en medio del ruido. No todo es perfecto; lo que importa, sin embargo, se mantiene firme: una aventura que invita a mirar de frente, a soldar mejor, a medir dos veces y a disparar una sola. Ese legado basta para recomendarla hoy con convicción, y para volver a ella cuando haga falta recordar que la comedia también puede oler a taller.