Creciendo Juntas: hermandad, casa y oficio

Dos hermanas crecieron en silencio, rodeadas de prejuicios y sin apoyo, pero encontraron en su vínculo la fuerza para crear, sanar y alzar su voz. Esta es una historia de sororidad, empoderamiento y cómo el amor entre mujeres puede transformar lo imposible en libertad.

Para mí, mi hermana no es solo familia. Es compañera de batalla, espejo honesto y puerta abierta cuando el aire se vuelve denso. Quien ha vivido esa alianza lo intuye: hay un pulso secreto que sostiene.

Crecimos en una casa donde los silencios pesaban. A los hombres se les festejaba el brillo; nosotras quedábamos de fondo. A ellos se les preparaba la escena; a nosotras, el aplauso. En ese rincón relegado, Angelica y yo fuimos armando una red fina, al principio con susurros y miradas, luego con actos pequeños que, sumados, parecían una promesa.

En las tardes encerrábamos la puerta del cuarto, empujábamos la cama contra la pared y corríamos la alfombra para tener espacio. Angelica marcaba el compás golpeando el borde de la mesa con los nudillos, preparaba la paleta y ponía a secar la pintura sobre una hoja pinchada con chinches; yo acomodaba el cabello con una hebilla, ordenaba la mesa y dejaba listo el espacio de trabajo. Inventábamos escenas donde el arte y la femineidad no eran un adorno sino una fuerza en marcha. Cada risa, un avance; cada paso, una conquista a modo de bandera.

De noche compartíamos cama y sueños. Yo buscaba orden: alisaba los pliegos, etiquetaba frascos, alineaba lápices por grosor. Angelica, con los dedos manchados, encontraba belleza en la mancha imprevista, en la textura rebelde. Éramos opuestas y, no obstante, ajustábamos perfecto.

—Tenés una manera de vivir que me cambia el encuadre —dijo Angelica sin levantar la vista, dibujando en la contratapa de una libreta—. Sos una ráfaga que me despeja la cabeza. Me inspiro cuando estás cerca.
Asentí. El raspar del lápiz sobre el cartón hacía de sonido de fondo. Supe que lo decía sin sobreactuar.

Con el tiempo, esa alianza pidió más espacio. Alquilamos juntas, trajimos dos gatas que se enroscaron en nuestra rutina, cortamos amarras con quienes solo exigían. Montamos un hogar pequeño, a veces desordenado, siempre nuestro. Yo colgaba fotografías con cinta de papel; ella lavaba pinceles en un frasco de vidrio, girándolos con paciencia hasta que el agua perdía el color. Entre las dos, la casa aprendió a respirar.

Un día salimos a caminar por un parque urbano. La ciudad rugía alrededor; adentro, solo contaba la luz filtrándose entre hojas. Angelica se detuvo, inclinó la cabeza y sintió ese tirón suave que pide fijar una imagen. Sacó la libreta, apoyó la rodilla en un banco y trazó el perfil de una nube y la sombra de un árbol. El dibujo no buscaba perfección; decía la verdad del instante. Yo encuadré la toma con la cámara y esa misma noche subí el dibujo al blog, después de servirnos café y acomodar el trípode para fotografiarlo. Nadie comentó. Aun así, el acto tuvo el gusto de una semilla recién enterrada. Soñar con otras voces fue, en ese punto, un ensayo del futuro.

—No llegan notificaciones —dije, apoyando la taza en el borde del fregadero—. Aun así, ya abrimos una puerta.
Tenía razón. El silencio no cancelaba el gesto: había un umbral esperando.

Empezamos a grabar nuestras piezas. Angelica preparaba la mesa: papel, pigmentos, trapos; yo ajustaba el encuadre, limpiaba la lente con la orilla de una remera y probaba el temporizador. Filmábamos, editábamos de madrugada, subíamos el video y nos quedábamos mirando la barra de progreso sin decir nada. Esa constancia nos fue armando por dentro.

Hubo noches de lluvia mansa. Los papeles se apilaban; las tazas quedaban por la mitad. Angelica hojeaba una carpeta con dibujos viejos; yo tendía una cartulina blanca para rebotar luz y ella desplegaba una paleta de tonos tierra.
—¿Te acordás de este bosque? —dijo Angelica, mostrando dos figuras mínimas avanzando por un sendero.
Sonreí. Ese bosque había nacido cuando dejamos la casa de nuestros padres. Lo dibujó por miedo y me dibujó a su lado para darse coraje. Su trazo era torpe y sincero. Mi figura parecía un remolino verde y rosa que sostenía sin invadir. Me reí aquella vez y dije que parecía un cactus con bufanda. Ella se rió más fuerte. Aún hoy, al recordarlo, siento que ese cactus me retrata: algo de espinas afuera, agua viva adentro.

Nos quedamos calladas. No fue un silencio de peso, sino uno tibio, respirable. Entendí otra vez que el arte no era solo oficio: funcionaba como abrigo, idioma y puente.

La vida cotidiana siguió su curso: colgamos cuerditas con broches para secar impresiones, marcamos en un cuaderno los gastos de la semana, aprendimos a decir que no cuando tocaba. Llegaron proyectos: una serie ilustrada sobre la femineidad, una colección lunar, una guía para emprendedoras creativas. Las ideas surgían en la cocina mientras revolvíamos una salsa o durante caminatas al atardecer. Yo cerraba la canilla y dejaba los platos en agua; tomaba notas con el lápiz que siempre llevo detrás de la oreja. A contramano del cansancio, sostuvimos la intención: trabajar desde lo verdadero, no desde lo que vende.

No todo fue simple. Discutimos por entregas, por tonos, por plazos. Nos ganó el sueño muchas noches; la economía, algunas veces. Con todo, siempre regresábamos al mismo puerto: si no cuidábamos esta voz, nadie iba a cuidarla por nosotras. Nuestro trabajo no buscaba agradar: buscaba sanar. Y ese objetivo resiste.

Hubo, además, gestos que nos afirmaron. Ordenar la mesa antes de empezar para domar el ruido interior. Abrir las ventanas aunque hiciera frío y dejar que el aire corriera. Pasear a las gatas por el pasillo con una cinta y reírnos cuando se hacían las distraídas. Pegar con cinta de enmascarar en la pared una frase breve: “Seguir”. Angelica firma y fecha cada pieza en el dorso; yo registro en el cuaderno el día, el envío y las fotografías de proceso. La constancia también es una forma de belleza.

La comunidad todavía no llegó en mensajes. Aun así, esa ausencia no nos vació. Nos preparó. Soñamos con una joven en Chile que se anima a publicar su primer dibujo, con una madre en México que encuentra consuelo mirando un video con su hija, con una abuela en Argentina que reconoce en nosotras la sombra de su hermana. Historias posibles que hoy laten en silencio y, cuando toque, tendrán voz.

Hubo un detalle que nos gusta contar: la ilustración de aquel bosque, dibujada por Angelica, terminó impresa en una remera de nuestra tienda. No fue un golpe de suerte; fue un recordatorio material. Cada vez que la doblamos para enviarla, volvemos a sentir la certeza de ese sendero compartido.

Entendí, al mirar atrás, que esta hermandad es un regalo y, a la vez, una tarea. Cuidarla, celebrarla, compartirla. No la define la sangre sino el respeto, la lealtad y el apoyo diario. Entre escombros de un sistema que nos quiso pequeñas, elegimos florecer. El arte, la naturaleza y el amor propio nos dieron herramientas; caminar junto a la artista que es Angelica hizo la diferencia. A quien lea y reconozca en su vida un lazo así, le alcanza un gesto: valorar, cuidar, abrazar. Eso basta para empezar.

Lo cotidiano que sostiene

A la mañana encendemos la pava, alimentamos a las gatas y abrimos las ventanas para que entre el aire fresco. Seco el borde de la pileta con un trapo doblado en cuatro; despego, con paciencia de relojero, los restos de cinta de enmascarar de la mesa de trabajo. Sobre la pared quedan dos frases escritas a mano con marcador negro: Seguir y Despacio, pero firme. El taller despierta con ruidos mínimos: la cafetera que respira, el roce del papel lija sobre una madera, el clic del trípode ajustado a la altura de los ojos.

Antes de empezar, cada una realiza su gesto de orden. Alisto los lápices por dureza, limpio la lente de la cámara con una microfibra y compruebo el balance de blancos apuntando a una cartulina gris. Angelica prepara la paleta, humedece los pinceles en un frasco de vidrio y prueba los pigmentos sobre un retazo. No hablamos mucho. La rutina marca un compás dócil que nos acomoda por dentro.

Filmamos en tomas cortas. Acciono el temporizador, me aparto, corrijo el encuadre medio paso hacia la izquierda. Angelica traza un tallo, sopla apenas para que el aguamarina asiente, inclina la hoja para dirigir el goteo. Cuando algo nos convence, detenemos todo y anotamos la hora exacta en un cuaderno de rayas. Al costado, una lista de verificación: luz, foco, audio, plano detalle, plano general, respiración.

A media tarde plegamos impresiones en sobres de papel madera. Paso el rodillo quitapelusas por las remeras; sello el logo con una presión pareja y dejo secar el estampado. En cada envío agregamos una nota breve escrita a mano. No hay respuestas todavía, pero ese cuidado nos recuerda el sentido de lo que hacemos.

La primera feria

Una invitación llegó por mensaje directo: feria independiente, mesa compartida, dos días. No era grande; alcanzaba para desplegar lo justo y observar. Cargamos las cajas en un carrito, acomodamos manteles claros, colgamos miniaturas con broches. Angelica pegó, con cinta de papel, una flecha discreta que decía Bosque; instalé el lector de tarjetas, probé la conexión y guardé cambio en una lata.

La feria abrió con música suave y pasos curiosos. Varias personas se detuvieron a mirar, tocaron las texturas con la yema de los dedos, siguieron de largo. En un momento, una mujer de suéter rojo sostuvo la remera de Bosque contra el pecho y se miró en el vidrio de un local cerrado.
—Hace años que no me regalo algo hecho con calma —dijo—. Esto me hace bien.
Le alcanzamos la prenda doblada, el sobre con la ilustración impresa y la nota. Pagó sin prisa. Antes de irse, apoyó la mano sobre la mesa y respiró hondo, como quien encuentra un banco en el camino. No fue multitud. Fue suficiente.

Esa noche volvimos al taller despacio. Dejé la caja del lector sobre la repisa, colgué la campera detrás de la puerta. No brindamos ni hicimos discurso. Angelica lavó los pinceles, ordené los cables, dejé dos tazas en agua. El cansancio tenía una tibieza nueva, de esas que confirman sin estridencias.

Señales pequeñas

Pasaron semanas. Los videos siguieron saliendo con la misma cadencia: lunes piezas breves, jueves proceso, domingo registro del paseo. Añadimos subtítulos, corregimos encuadres, reducimos los saltos de edición. Pegamos una hoja nueva junto al escritorio con tres verbos: cuidar, recortar, sostener. A veces la economía apretó y ajustamos materiales: papeles reciclados, tintas a base de agua, encuadernaciones con hilo que ya teníamos. La precariedad no fue un arresto; se volvió ingenio.

Una tarde, mientras Angelica rasgaba un borde para una textura, sonó el aviso del correo. Era un mensaje breve. Decía que alguien, del otro lado del país, había visto el bosque y había pensado en su hermana. Contaba que guardaba una caja con cartas viejas, hojas secas y tres fotografías borrosas. Pedía una impresión en tamaño pequeño para enmarcar al lado de todo eso. Nada más. Dos líneas. Leímos en silencio, sentadas al borde de la mesa. Hubo lágrimas, sí, pero una alegría sobria, útil.

Preparamos el envío con los mismos gestos de siempre, solo que con un esmero que pareció afinarlo todo: un hilo de algodón atando el sobre, una esquina redondeada con tijera, una fecha escrita detrás de la pieza. Angelica dibujó una hoja diminuta en el reverso. Soplé el papel para secarlo. En el registro anotamos: primer correo. Cerramos el taller con una respiración larga.

Lo que hacemos cuando tiembla el ánimo

Hay días torcidos. En esos, la mesa se despeja de golpe. Apagamos notificaciones, dejamos el teléfono en un cajón. Barro el suelo en pasadas cortas, trazo un camino recto entre la puerta y la ventana, pongo a sonar un disco sin letras para limpiar el ruido. Abro una libreta y escribo tres líneas descriptivas: el color del cielo, el olor de la madera húmeda, el sonido de la lluvia en la persiana. Luego, Angelica dibuja diez hojas rápidas sin levantar el lápiz. Diez, ni una más. Ese límite concreto nos devuelve al cuerpo. A la tarde caminamos dos vueltas a la manzana y volvemos con las manos tibias y la cabeza más serena. La inspiración, en esos días, no se busca: se cuida el suelo donde puede brotar.

El círculo que se agranda

Con el tiempo abrimos un espacio mensual en el taller. Cuatro sillas, café en jarra, galletas simples. No enseñamos técnicas complejas. Compartimos rutinas, ejercicios breves, maneras de armar un refugio sin pedir permiso. Se escucha más de lo que se habla. Al final, cada quien escribe en un papelito un gesto que piensa repetir en su casa: regar plantas antes de empezar, dejar un vaso con agua en la mesa de trabajo, anotar la fecha detrás de cada intento, colgar una palabra-abrigo en la pared. Esas minucias construyen el lugar donde quedarse.

La ilustración del bosque encontró su sitio en la tienda, dobladita junto a otras piezas. Cada vez que armamos un pedido, Angelica revisa la impresión a contraluz y presiono el sello con la palma entera, sin apuro. Ninguna de las dos corre. La prisa no entra a ese ritual.

Una forma de pertenecer

Al mirar atrás, las escenas se encadenan sin alarde: la primera libreta, el cuarto con la cama contra la pared, la caminata en el parque, la feria pequeña, el primer correo, el taller con cuatro sillas. No son hazañas grandilocuentes; son pasos concretos, sostenidos en el tiempo. La hermandad dejó de ser solo refugio para volverse práctica diaria: abrir, ordenar, crear, cerrar, anotar, descansar. Repetir.

Seguimos esperando voces nuevas, y a la vez seguimos actuando como si ya estuvieran acá, a modo de confianza activa. La casa respira con nuestras manos. Las gatas aprenden la coreografía de nuestras jornadas. El arte no nos protege de todo, pero nos da una manera de estar. Cuando cae la tarde, guardamos las herramientas y apoyo la frente un instante sobre el marco de la puerta antes de apagar la luz. Ese gesto pequeño, íntimo, confirma el pacto.

Mañana volveremos al banco del parque a mirar el cielo, o a la mesa a fijar un borde, o a la feria que se abre temprano, o al correo que quizá traiga una buena noticia. Lo haremos con la misma calma aplicada, con el mismo respeto por lo que todavía no llega y por lo que, entretanto, ya nos sostiene. Aquí estamos. Aquí seguimos.

El manual del taller

Con el otoño llegó la necesidad de ordenar mejor. Hicimos un cuaderno de tapa dura que llamamos Manual del taller. No era solemne; reunía lo que la práctica ya sabía. Escribimos a mano, con letra clara, y numeramos cada entrada para no perder la pista.

En la primera página, un hábito de inicio: abrir ventanas cinco minutos, encender la pava, revisar que las gatas tengan agua fresca, pasar un paño por la mesa, apoyar la libreta de ideas a la derecha y el vaso de agua a la izquierda. El cuerpo entiende la señal y se aquieta.

Luego, la cadena de respaldo: al terminar una sesión, Yesica nombra los archivos con fecha, hora y tema; copia en el disco externo; deja una etiqueta adhesiva en la tapa con el número del día. Angelica revisa colores a la luz de la ventana, corrige dominantes con un cartoncito gris y anota el ajuste en el margen. Son gestos mínimos que evitan cansancios mayores.

Anotamos también el protocolo de cierre: limpiar pinceles, guardar cinta, desenchufar el cargador, regar las plantas pequeñas, dejar escrita la primera tarea de la mañana siguiente. Esa pequeña frase, esperando en el papel, allana la entrada al día que vendrá.

La librería del barrio

Una tarde nos acercamos a la librería de la esquina con una carpeta delgada. Pedimos a la dueña cinco minutos. No vendimos un sueño; mostramos pruebas impresas en baja, explicamos papeles y tintas, dejamos dos postales con el bosque y una tarjeta con el correo. La dueña apoyó los lentes sobre la mesa y miró cada pieza a contraluz. Dijo que sí a consignación de cuatro remeras y seis láminas. No hubo promesas grandilocuentes. Hubo un renglón firmado en el cuaderno de caja y un estante que nos recibió con pulcritud.

Volvimos a casa con la carpeta más liviana y con una tarea nueva: reponer stock cuando hiciera falta. Angelica colocó un recordatorio escrito en un imán sobre la heladera; Yesica preparó un sobre con etiquetas para no depender de la impresora de la librería. La vecindad se volvió parte del circuito.

Invierno adentro

El frío nos obligó a mover la mesa lejos de la pared húmeda. Pegamos burletes en la ventana, sumamos una lámpara de pie sobre la esquina norte del tablero y colocamos una alfombra bajo los pies. El cuerpo agradeció y el ánimo se pareció más a la calma que a la resistencia.

Los días inestables nos enseñaron a sostener la marcha con pocas variables. Si la inspiración se apagaba, la jornada se reducía a tres tareas concretas: una caminata corta, un ejercicio de línea continua y un envío a tiempo. Nada más. Ese recorte preservó la dignidad de la rutina. La producción bajaba, el compromiso no.

La mesa de ocho sillas

El encuentro mensual creció a ocho sillas. Conservamos la sencillez. Café, agua, galletas. Comenzamos con un gesto compartido: cada persona trae un objeto pequeño que use en su propio refugio y cuenta, en dos frases, para qué sirve. Aparecieron piedras de río, agujas de coser heredadas, fotos diminutas, hojas dobladas a modo de separadores, lapiceras con tinta azul casi negra.

Angelica mostró cómo rasgar un borde con la mano mojada para que aparezca una fibra suave. Yesica enseñó a preparar un rincón de luz estable con una cartulina blanca y una lámpara común. Nadie necesitó saberlo todo; alcanzó con darles a otros la primera piedra del camino. Al despedirnos, abrimos la ventana para airear, sacudimos la alfombra en el balcón y anotamos el próximo encuentro. El taller volvió a su tamaño habitual con un silencio de casa vivida.

Dos correos y una llamada

Llegaron dos mensajes más. Uno pedía una lámina en tamaño pequeño para un cuarto de estudio; el otro, un pedido doble de remera y postal para regalar. Contestamos con cortesía, sin adornos. Enviamos a término, con la nota manuscrita, el hilo de algodón y la fecha en el dorso. La librería, al cierre de mes, llamó para reponer dos piezas. Registramos cada movimiento en una planilla simple: fecha, pieza, destino, medio de pago, estado. Esa contabilidad mínima nos dio visión y alivio.

El desacuerdo útil

Hubo una discusión que resolvió más de lo que desordenó. El tema eran los tiempos de edición. Yesica quería terminarlos antes del almuerzo; Angelica prefería editar por la tarde cuando la luz del taller no interfería en la pantalla. Nos sentamos a revisar los últimos tres videos con lápiz y papel. Marcamos cortes innecesarios, repeticiones y puntos flojos. Acordamos una regla práctica: edición por la mañana un día sí y otro no; revisión breve al final de la tarde solo para ajustes. Anotamos el acuerdo en el Manual y lo cumplimos. La discusión se volvió método.

Un manifiesto en voz baja

Al cerrar la semana, escribimos una página que titulamos Manifiesto doméstico. No busca alarde; sostiene la práctica. Quedó así:

Crear desde lo verdadero.
Cuidar el detalle que nadie ve.
Sostener la palabra dada.
Trabajar con lo que hay y volverlo suficiente.
Honrar el silencio que ayuda y desterrar el que encierra.
Nombrar lo que duele, registrar lo que cura.
Acompañar sin invadir.
Regalar tiempo a lo que merece crecer.
Mantener la casa simple, la mesa limpia, el corazón atento.
Volver mañana.

Pegamos la hoja con cinta de papel sobre la pared, a la altura de los ojos. No era un lema para exhibir; era un recordatorio para obedecer.

La caminata de la tarde

Sigue la caminata de quince minutos al cierre. Bajamos con camperas finas, cruzamos la calle cuando el semáforo titila, saludamos al diariero y seguimos hasta el árbol grande del parque. Ahí estiramos los hombros, respiramos profundo y volvemos por la vereda de sol. En el regreso, miramos vidrieras en silencio, recogemos una hoja sana del suelo y la llevamos al taller entre las páginas de un libro. Ese gesto repetido se convirtió en inventario de formas y en diccionario de verdes.

Pequeñas pruebas de futuro

Probamos una clase online, breve y nítida. Angelica preparó una mesa auxiliar para la cámara cenital, pegó con cinta el cable al piso para evitar tropiezos y colocó un cartel de “no interrumpir” en la puerta. Yesica estructuró el contenido en bloques de diez minutos, dejó respiraciones entre uno y otro y cerró con una demostración simple. Al terminar, enviamos un resumen con tres ejercicios prácticos y una foto del proceso. Nada de adornos innecesarios. Funciona cuando lo esencial queda claro.

Lo que queda

El relato no corre; avanza a paso firme. La hermandad se sostiene en tareas visibles y en pactos silenciosos: abrir el taller con la luz justa, cuidar la economía con registros simples, aceptar la vecindad como parte de la trama, honrar el oficio con limpieza y con tiempo. No hace falta ruido para que algo crezca. Hace falta constancia.

Yesica dobla la remera del bosque con las manos tibias y la deja lista para entrega. Angelica escribe la fecha en el dorso de la última lámina y sopla apenas para secar la tinta. La casa respira, el taller queda en orden, las gatas recorren el pasillo y se acomodan cerca de la puerta. El día termina con una lámpara apagada y una promesa breve, escrita en el borde de la pizarra: volver mañana. Con todo, eso alcanza.

Lo que permanece

La hermandad dejó de ser una promesa y tomó forma de hábito. Cada gesto cotidiano —abrir la ventana, ordenar los lápices, limpiar la lente, anotar la fecha en el dorso, doblar la remera del bosque— sostuvo el pulso que no se ve en las redes ni en los vitrales de una feria. No hizo falta estruendo. Bastó la repetición atenta, la casa respirando a ritmo parejo, las gatas recorriendo el pasillo como guardas discretas, el taller listo para recibir lo que llega cuando la prisa se queda afuera.

Yesica y Angelica aprendieron que el oficio no se mide por aplausos, sino por la dignidad con que se atienden las pequeñas tareas. Crear desde lo verdadero. Cuidar el detalle que nadie nombra. Darle tiempo a lo que merece crecer. En esa fidelidad silenciosa el miedo pierde altura y la confianza encuentra suelo. El arte se vuelve abrigo, puente y camino que se recorre con los dos pies, una mañana tras otra.

La comunidad aún no hace ruido, pero la semilla ya trabaja bajo tierra. Hay correos breves que piden una lámina para acompañar fotos antiguas, una librería del barrio que reserva un estante limpio, una mesa de ocho sillas donde el calienta las manos y los ejercicios sencillos ordenan el ánimo. El futuro se presenta así: en señales pequeñas que no deslumbran y, sin embargo, sostienen.

El éxito cambió de nombre. Ahora es paz en la mesa de trabajo, orden en los archivos, claridad en la palabra, gratitud por las manos que ayudan. Es un pacto entre hermanas para no abandonar la voz propia, incluso en días fríos. Es la certeza de que la belleza también es un modo de resistencia y que la constancia es una forma alta del amor.

Una luz encendida adentro

Al caer la tarde, dos tazas quedan boca abajo sobre el secaplatos. El hilo de algodón reposa en su cajita. La ilustración del bosque se guarda entre papeles manteca. El taller se apaga con un gesto lento. Antes de cerrar, una nota breve espera en la pizarra, escrita con letra clara: volver mañana.

Yesica apoya la palma sobre la mesa ya limpia. Angelica sopla la tinta de la última fecha y deja el marcador en su lugar. No necesitan prometerse nada más. La casa queda en silencio y, en ese silencio, sigue trabajando una luz encendida adentro.

Que cada quien encuentre su refugio y lo alimente con actos concretos: ventilar, ordenar, escribir, trazar, cuidar, compartir. Que cada vínculo verdadero se proteja con paciencia. Que la ternura no falte en los días apretados. Que la naturaleza recuerde el ritmo y la ética del crecimiento. Que una palabra a tiempo, un envío prolijo, una silla dispuesta para quien llega, alcancen para abrir un mundo.

Este relato termina y, a la vez, continúa en las manos que lo lean. La hermandad no se declama: se practica. El arte no se promete: se trabaja. La esperanza no se espera: se construye. Mañana habrá otra caminata corta, otra hoja guardada entre páginas, otra pieza con la fecha al dorso. Mañana, otra vez, la misma nota en la pizarra. Volver mañana. Con calma. Con amor. Con todo.

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