Entre risas y misterio: un otoño con Scooby-Doo

Crónica de una velada con Scooby-Doo: ritual de octubre, recuerdos compartidos, títulos imprescindibles y una imperfección que celebra el arte.

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Noche de octubre con la pandilla: un fanart que nos devuelve a casa

Octubre trae un aire limpio que cruje bajo los pasos y empuja las cortinas con una brisa de hojas secas. La casa huele a palomitas recién hechas y a témpera abierta. Pongo la mesa de centro con vasos de vidrio, un plato de galletas de canela y una manta verde que siempre asociamos con los viejos casos de la pandilla. Enciendo la televisión. El control remoto hace un clic firme; la luz de la pantalla se expande por la sala y deja los marcos de las puertas en penumbra. Angelica coloca el caballete junto al sofá, ajusta la altura con un giro, pega cinta de enmascarar en los bordes del papel y comprueba que el trazo del lápiz fluya sin saltos. Yo abro mi cuaderno, paso la mano por la primera página en blanco y respiro el silencio previo a la aventura.

Desde niñas repetimos este ritual. Cada octubre nos saca del ruido y nos entrega un atardecer extendido, con risas y confidencias como protagonistas. Hemos visto a la pandilla crecer con nosotras. Recuerdo el inicio: Scooby obediente, Shaggy con sus ocurrencias, Fred marcando el rumbo con su entusiasmo, Daphne elegante y resuelta, Velma con la linterna y esa inteligencia que nunca se apaga. Con los años, todo ganó otra hondura. Velma sustituyó los recortes de periódico por la tablet; Fred mantuvo el liderazgo, aunque su fervor a veces nos hace reír; Daphne sumó iniciativa a su estilo impecable; Shaggy y Scooby conservan la chispa que convierte la tensión en alivio. Esa evolución nos acercó más a ellos y a nosotras mismas.

La noche avanza con un orden doméstico perfecto. Apago dos lámparas de mesa para que el resplandor del televisor recorte mejor las siluetas. Angelica mezcla pigmentos en la paleta: blanco titanio, sombra tostada, un toque de violeta que matiza el azul profundo del fondo. Humedece el pincel plano, descarga el exceso en un paño y extiende una primera veladura. Su muñeca se mueve suelta, el codo anclado, los hombros relajados. Cambia a un pincel redondo, más fino; define la curva del collar de Scooby y perfila el brillo del cascabel con un punto de gouache. Limpia el pincel con movimientos cortos, repite la secuencia de agua y paño, vuelve al papel. Yo tomo notas: la risa contenida en la comisura de Shaggy, la seguridad confiada de Fred al abrir una puerta, la concentración de Velma al acercar la tablet a la luz, la determinación de Daphne cuando se ata el pañuelo y avanza un paso más.

El episodio corre y la sala recoge pequeñas acciones que atan el recuerdo a lo cotidiano. Enderezo el mantelito que se ha plegado; subo un punto el volumen en una escena clave; le alcanzo a Angelica una pinza para sujetar el papel; ella agradece con un leve asentimiento y sigue. Añade una línea quebrada para el reflejo de una linterna, arrastra el pincel en seco para sugerir polvo en el aire. El olor a acrílico forma su propio relato.

Llamamos a estas veladas nuestra pausa sagrada. No importa cuántas veces repitamos los episodios: encontramos siempre un detalle nuevo, un ritmo reciente en la música, un gesto minúsculo que renueva la escena. En medio de las responsabilidades diarias, este rincón nos devuelve claridad y ánimo. No hay prisa, solo un hilo de historias que se enhebra con serenidad.

En el último año revisamos también los títulos que llevamos en el corazón. Los vuelvo a dejar aquí, ya integrados a nuestra memoria:

Scooby-Doo y el monstruo de México (película)
Colores vivos y respeto por símbolos locales. La criatura impone; la ciudad pide más pantalla y, con todo, la aventura brilla. En esta película hay una conexión especial para nosotras: una chica estadounidense, en español, le suelta a su novio una frase que nos fascina —«tu cabeza de chicharo y tu café lechero; yo no te amaba, amaba tu dinero»—. Esa línea, entre humor y filo, es el mensaje que dirigiríamos a quienes pretenden confinarnos a una casa, limpiando y esperando. Aquí elegimos otra cosa: autonomía, trabajo y alegría compartida.

Scooby-Doo, ¿dónde estás? (serie)
El origen de la brújula que guía todo lo demás. Casas en penumbra, pantanos con niebla, pasadizos que se abren con un toque preciso. La vimos por primera vez en 2017 y, cada primavera, la nostalgia nos invita a empezar otra vez.

Scooby-Doo en la isla de los zombis (película)
Una isla aparentemente quieta revela criaturas que alteran el pulso. La secuela amplió el asombro y dejó un eco que aún sentimos.

Scooby-Doo! Abracadabra-Doo! (película)
Escuela mágica, hechizos antiguos y el humor exacto de Shaggy en el filo de la mala suerte. La mezcla de ilusión y misterio resulta deliciosa.

Scooby-Doo! Misterios S. A. (serie)
Crystal Cove como mapa emocional. Tramas íntimas, personajes con capas y un diseño que abre pistas en espiral. Hubiéramos seguido una temporada más con gusto.

Scooby-Doo! La maldición del monstruo del lago (película)
Campamento, agua fría y esa sensación de presencia bajo la superficie. Humor clásico y un misterio que sostiene la noche.

Angelica hace una pausa y me pide que mire la composición completa. La figura de Scooby ocupa el tercio izquierdo, Shaggy se inclina apenas hacia él con una sonrisa nerviosa, Daphne sostiene la linterna con la mano firme, Fred mantiene la postura adelantada de quien se adelanta al peligro, Velma inclina la cabeza para leer una pista luminosa. El fondo evoca un corredor de madera, tablones con brillo tenue, sombras que no aturden. Angelica firma en la esquina con su nombre sin tilde, como siempre. Yo asiento. Guardo el cuaderno con las notas de la jornada. La pintura respira.

Queda ese tramo de silencio satisfactorio que sigue a lo bien hecho. Evocamos los últimos estrenos que nos acompañaron. Scooby-Doo! and Krypto, Too! dejó una satisfacción clara: la ciudad invadida por héroes y villanos del universo DC, la ternura compartida por dos perros que se entienden sin palabras, un misterio distinto que mantuvo la atención de principio a fin. Trick or Treat Scooby-Doo! nos sedujo por su ambiente de Halloween, aunque el foco romántico nos alejase por momentos del latido detectivesco que más apreciamos. Con la serie Velma no encontramos sintonía; el tono nos resultó ajeno y preferimos detenernos tras el primer episodio. Aun así, la ilusión permanece. La pandilla siempre regresa a su propio ritmo y, cuando lo hace, nos convoca de nuevo a este sofá, a este caballete, a este cuaderno.

Para mantener viva la cercanía, Angelica y yo decidimos convertir la espera en trabajo. Ella, pintura; yo, palabras. El fanart de esta noche captura la energía de una linterna que corta el polvo y la complicidad que sostiene la risa en un pasillo oscuro. El texto fija los detalles: la cinta de enmascarar que marca los márgenes, la luz del televisor entre sombras, el gesto minúsculo de compartir la última galleta antes del clímax. No hay ansiedad; hay continuidad. El misterio sigue su curso dentro del cuadro, la escritura lo describe y lo acompaña. La casa se queda quieta, el papel se seca, el cuaderno se cierra.

Así termina nuestra noche perfecta de octubre: una imagen que resume la amistad, una página que testimonia el esfuerzo y la confianza. Guardamos la manta, apagamos la pantalla, cubrimos la paleta para que los colores no se desperdicien. Todo queda listo para la próxima velada, porque la pasión encuentra su camino cuando se trabaja con paciencia y cariño.

sigo desde el último gesto de la noche, cuando cubrimos la paleta y dejamos que el papel respirara. El silencio quedó instalado en la sala como una capa tenue. Dormimos con la certeza de que todo estaba en su sitio.

A la mañana siguiente, la luz entra en diagonal por la ventana y toca el borde del caballete. Angelica comprueba el secado con el dorso de la mano, sin presionar, solo el roce necesario para sentir la temperatura del papel. Retira la cinta con un ángulo de cuarenta y cinco grados para no levantar fibras, guarda cada tira usada en un frasco vacío y pasa un paño suave por la mesa para eliminar polvo. Revisa el contorno: las líneas nítidas, el color asentado, el brillo en el cascabel de Scooby todavía sobrio. Firma en la esquina con su nombre sin tilde, trazo limpio; coloca un papel cristal encima y, con calma, prepara la sesión de fotografía.

Extiende un fondo blanco sobre la pared, ubica el trípode frente a la pieza y coloca la cámara a la altura media del cuadro para evitar deformaciones. Ajusta balance de blancos en modo luz día, apertura en f/8 para una nitidez pareja, velocidad suficiente para disparar sin trepidación. Endereza la pieza con un nivel pequeño; corrige un milímetro hacia la derecha hasta que la burbuja queda centrada. Dispara tres veces con horquillado de exposición. Repite el procedimiento un paso más cerca, un paso más lejos. Cambia a la toma de detalle: el brillo puntual en el collar, la textura de la tabla del fondo, la veladura que se abre en el borde de una sombra.

Mientras tanto, abro el cuaderno y vuelvo sobre mis notas. Escribo la secuencia de acciones con precisión doméstica: palomitas, manta, clic del control, ajuste de lámparas, mezcla de pigmentos, limpieza de pinceles, pinza en el borde, gesto breve de agradecer con la cabeza. Enumero lo que sostiene la escena sin gritos ni alardes: el ritmo de los pasos, el roce de la tela, el murmullo de la televisión. Busco el hilo que convierte la costumbre en relato y lo dejo correr con serenidad.

Angelica importa las fotos al ordenador, crea una carpeta con fecha y nombre de la pieza, revisa niveles sin forzar, corrige mínimamente la perspectiva con guías verticales, exporta en sRGB a tamaño web y a tamaño impresión. Elige cuatro encuadres: plano general, medio, primer plano del brillo en la linterna, detalle del trazo seco que sugiere polvo en suspensión. Coloca cada archivo en una subcarpeta, anota medidas, papel, técnica y tiempo de trabajo. Cierra los programas, limpia otra vez los pinceles con jabón neutro, los acomoda horizontales sobre un paño y deja la paleta bajo tapa hermética para conservar los restos útiles.

Preparo el artículo con el material listo. Ordeno los párrafos por respiración: apertura sensorial, memoria compartida, evolución de la pandilla, acciones de la noche, lista de títulos que nos acompañan, cierre en calma. Sostengo la voz en primera persona plural sin perder la claridad del rol de cada una. Evito repeticiones que rompan la música de la página; cuando una idea ya está, no la digo otra vez. Sustituyo los conectores con discreción para mantener el avance: después, luego, más tarde, por último. Uso “y aun así”, “no obstante” y “con todo” cuando aparece la tentación de subrayar contraste.

En medio de este trabajo cotidiano, asoma la sensación conocida de abstinencia. No hay anuncios recientes de nuevas series o películas. Con todo, la espera deja lugar a una tarea concreta. Angelica propone una serie de piezas breves dedicadas a los gestos mínimos de cada integrante: la media sonrisa de Shaggy antes de correr, la manera en que Velma inclina la cabeza para leer una pista, la postura adelantada de Fred en los pasillos, el modo en que Daphne sostiene la linterna sin perder firmeza ni estilo, el instante en que Scooby apoya una pata sobre la otra buscando valor. La idea se fija con sencillez: cinco ilustraciones, mismo formato, misma paleta base, un acento distinto en cada una.

Definimos un plan que se apoya en acciones pequeñas y constantes. Yo escribo el esqueleto de cada texto en tarjetas: gesto, contexto, objeto, emoción. Angelica construye una paleta madre: azul profundo para fondo, sombra tostada para madera, verde tenue para la manta, amarillo pálido para el destello de la linterna, un rojo discreto para acentos que guían la vista. Preparamos referencias: capturas de escenas, notas de luz, apuntes de manos y posturas. Colocamos todo en una carpeta de mesa con separadores y la dejamos a la vista, a modo de recordatorio amable.

La tarde se instala sin ruido. Angelica traza el primer boceto de la serie: Velma inclinada sobre la pista luminosa. Marca ejes con lápiz H, comprueba proporciones con el lápiz extendido, de ojo a codo, y corrige un grado la inclinación del cuello. Pasa a un 2B para definir contornos suaves, decide dejar la mano de Velma a medio gesto, a punto de señalar. Humedece el papel en la zona del fondo y aplica una veladura azul que establece la atmósfera. Yo redacto el párrafo que acompañará esa imagen: una descripción concisa del gesto, una nota sobre la luz que cae desde la esquina superior, una línea final que subraya la calma de quien piensa antes de hablar.

Hacemos una pausa. Preparo té de canela y corto dos rebanadas de pan dulce. Coloco los platos sobre la mesa de centro, enderezo la servilleta que se ha doblado. Angelica estira los dedos, flexiona muñecas, masajea el pulgar con movimientos circulares, vuelve al caballete. Cambia a un pincel de lengua de gato para suavizar el borde de la sombra en la mejilla, seca con un leve movimiento de abanico hecho con cartón para no marcar el papel. Cierra los ojos un segundo y visualiza el resultado final. Respira hondo, retoma.

Anoto lo que siento al verla trabajar. La pieza crece a un ritmo que no obliga, con la precisión de quien confía en su oficio. La espera por nuevas historias de la pandilla ya no pesa tanto. No obstante, se queda como una brasa discreta que da calor al propósito. Cada cuadro que sale de esta mesa se convierte en puente hacia aquello que aún no llega. Cada página que escribo traduce esa espera en algo legible, compartible, útil.

Por la noche, encuadramos la obra principal y su primer estudio. Usamos un paspartú blanco roto que deja un margen respirable, vidrio sin reflejo y marco de madera clara. Atornillamos la hembrilla con paciencia, pegamos protectores en las esquinas traseras y fijamos la etiqueta al reverso: título, técnica, medidas, fecha. Colgamos el conjunto en la pared opuesta a la ventana para que la luz natural lo visite sin deslumbrarlo. La sala adquiere una calma distinta, con el cuadro sosteniendo el centro.

Queda tiempo para una última tarea. Yo reviso de nuevo el artículo: suprimo adjetivos que no suman, sustituyo lugares comunes, ajusto un par de comas que interrumpían el pulso. Dejo listo el pie de obra: “Pintura e ilustración: Angelica. Texto: Yesica”. Redacto un texto alternativo para la imagen que respete su lectura sin redundancias: composición, personajes, fuente de luz, atmósfera. Exporto el documento en su versión final y guardo una copia con marcas de edición por si más adelante necesitamos rastrear cambios.

Apagamos la televisión, cerramos las cortinas, dejamos dos sillones alineados y la mesa despejada. La paleta descansa bajo su tapa, los pinceles duermen acostados, el cuaderno se queda con un separador de tela en la página de mañana. Octubre sigue su curso con una cadencia amable. La amistad de la pandilla nos acompaña sin hacer ruido, y la nuestra se sostiene en estos ritos de trabajo. La casa se ordena, la mente también. La espera se convierte en práctica. La práctica, en obra. Y la obra, en compañía.

Al día siguiente, la casa amaneció con un orden que invitaba a avanzar sin apuro. El marco recién colgado sostenía el centro de la sala a manera de faro doméstico. Preparé la mesa de trabajo con la misma disciplina de siempre: libreta a la izquierda, lápices afilados, un vaso con agua, un paño limpio. Angelica encendió la lámpara articulada y revisó la superficie del caballete con la palma abierta, casi en saludo silencioso. El plan de la serie tomó forma sin alardes.

Comenzamos por cerrar el flujo de la pieza principal en nuestro archivo. Redacté la ficha técnica con precisión: título, técnica, soporte, medidas, tiempo de ejecución. Escribí un párrafo sobrio para presentar la obra en web y otro para redes, sin adornos innecesarios, con la intención puesta en la lectura clara. Ajusté sangrías, pulí comas, eliminé repeticiones que diluían el pulso. Guardé las versiones por fecha y creé un registro de cambios. El texto quedó listo para acompañar las imágenes que Angelica había editado el día anterior.

Ella preparó las pruebas de impresión. Abrió el cajón del papel de algodón, rozó los bordes para comprobar su gramaje, cargó la bandeja y calibró el perfil de color con paciencia. Imprimió tres pruebas: una general, una con énfasis en el azul del fondo y otra cuidando el brillo del cascabel. Dejó secar a la intemperie de la habitación, sin corriente, con pinzas que evitaban curvaturas. Tomó notas con letra pequeña: densidad, temperatura de la luz, leve corrección en la zona de sombra. Con todo, el resultado ya respiraba con la fidelidad que buscábamos.

Pasado el mediodía, montamos un pequeño set para embalar. Corté cartones de respaldo, forré fundas con papel cristal, preparé etiquetas con la fecha y la firma sin tilde. Angelica selló cada sobre con cinta kraft, presionó los bordes con una plegadera y escribió el nombre de la obra con un marcador de punta fina. El gesto fue cuidadoso, sin prisa, con la determinación de quien honra un oficio aprendido día a día. Acomodamos las piezas terminadas en una caja rígida, una detrás de otra, protegidas por separadores. La mesa quedó despejada y lista para el siguiente tramo.

Por la tarde, volvimos a la serie de gestos mínimos. Tocaba Shaggy. Angelica levantó un boceto donde la media sonrisa se forma justo antes de correr. Marcó la línea de la mandíbula con un trazo seguro, definió la curva del hombro, insinuó el temblor leve en la mano. Cambió a un pincel redondo y dejó un brillo contenido en la pupila que sostenía ese humor a prueba de sustos. Yo escribí el texto que lo acompaña: un párrafo conciso que capta la tensión amable de quien se anima pese al miedo, una frase final que mantiene el paso sin subrayados grandilocuentes.

Hicimos una pausa breve. Preparé café y partí una pieza de pan de anís. Angelica estiró los dedos, giró las muñecas, apoyó los codos en la mesa para liberar los hombros. Revisó su paleta madre, añadió una pizca de sombra tostada para templar el verde, humedeció el pincel y volvió sobre el borde de la chaqueta. El color se asentó con exactitud. El estudio de Velma, ya seco, esperaba a un lado, con la luz inclinada cayendo donde debe. La mesa empezó a parecer un mapa ordenado: cada etapa en su sitio, cada herramienta a mano, cada decisión con sentido.

Antes del anochecer, organicé el post completo. Abrí el gestor de contenidos, subí las imágenes en el orden previsto, redacté texto alternativo para cada una con la descripción justa: composición, atmósfera, foco de luz, gesto dominante. Revisé títulos, intertítulos y cuerpos de párrafo. El hilo narrativo sostuvo el recorrido desde la noche de octubre hasta la concreción del fanart y la serie. Ajusté una coma que interrumpía el aliento, cambié un “además” por un “luego”, sustituí un “y sin embargo” por “y aun así”. El artículo quedó dispuesto para publicar sin ruido.

Angelica, mientras tanto, ensambló un pequeño colgador para el estudio de Velma. Eligió un paspartú de borde limpio, alineó con regla metálica, presionó el adhesivo sin burbujas. Probó la pieza contra la pared blanca opuesta a la ventana y se apartó dos pasos. La escena ganó profundidad con un gesto mínimo: un centímetro más arriba, el cuadro respiró mejor. Registró la altura en una libreta de taller para repetir la armonía con las obras siguientes.

La noche trajo su calma. Encendí la misma lámpara de pie que nos acompaña desde que compartimos estas veladas y dejé la manta plegada en el brazo del sillón. Angelica lavó los pinceles con jabón neutro hasta que el agua salió clara, los acomodó en horizontal sobre un paño y cerró la paleta bajo tapa. Completé la bitácora del día con tres líneas precisas: prueba de impresión validada, Shaggy en proceso, post preparado. No hubo urgencia; hubo constancia.

Al día posterior, la disciplina continuó con Daphne. Angelica trabajó la postura de la linterna, la firmeza en la muñeca, la caída del cabello en un movimiento que no distrae. Decidió un destello amarillo pálido que guiara la vista sin imponerse. Yo compuse un texto de acompañamiento que tomó ese gesto como eje: claridad, iniciativa, cuidado. El párrafo quedó en equilibrio con la imagen, sin aplastar el trazo ni repetir ideas que ya estaban dichas.

La secuencia siguió con Fred y su paso adelantado, con Scooby y su pata cruzada a modo de amuleto para darse valor. Angelica afinó volúmenes, dominó luces, mantuvo coherencia de paleta entre piezas. Yo unifiqué tonos, cuidé la cadencia, varié conectores para sostener el avance natural del relato. La abstinencia de nuevas historias dejó de ser un hueco y pasó a ser combustible. El trabajo en casa se volvió un refugio que crece, una práctica que sostiene el ánimo, una compañía que se multiplica en cada impresión lista para salir.

Cerramos la semana con una mesa ordenada y una carpeta robusta: fotografías limpias, textos puntuales, pruebas aprobadas, embalajes listos. Colgamos las cuatro piezas de la serie alrededor de la principal, en un recorrido que invita a mirar de izquierda a derecha. La sala adquirió una serenidad distinta, con las obras llevando el ritmo de la casa. Apagamos la lámpara articulada, corrimos un poco la cortina para que la calle quedara lejos, dejamos los sillones enfrentados y el cuaderno con un separador en la página siguiente.

Octubre siguió su hilo con un clima amable. La pandilla acompañó desde el papel y desde la memoria. La espera por novedades se asentó en la certeza de que el oficio diario también cuenta una historia. El fanart dejó de ser solo una pieza; se volvió una manera de estar, de sostener confianza y de perseverar con buen pulso. Guardamos herramientas, cerramos archivos, respiramos. La casa quedó en calma, y esa calma sostuvo el deseo de volver a empezar a primera hora, con la misma paciencia y la misma alegría.

Cerramos el ciclo con la serenidad de una casa en orden y una mesa que ya conoce nuestros pasos. La obra principal encabeza la pared, la serie de gestos la acompaña en un recorrido que sostiene la mirada, y el cuaderno conserva las páginas con las notas justas. Lo hecho no es un cierre; funciona como un puente entre la espera y la alegría, entre la costumbre y el hallazgo. La disciplina de estos días quedó convertida en una forma de afecto que se ve y se toca: pigmento, papel, madera, palabras que guardan ritmo.

El trabajo compartido dio un sentido nuevo a la abstinencia. La ausencia de estrenos dejó de ser hueco y se volvió impulso. Angelica sostuvo el trazo con paciencia; yo cuidé la cadencia de cada línea. La sala adquirió una calma limpia: marcos rectos, herramientas limpias, archivos con nombre y fecha. En esa claridad se entiende el propósito. Cada pieza nacida aquí afirma la confianza, celebra el esfuerzo y ofrece compañía. La práctica se vuelve hábito; el hábito, obra; la obra, memoria.

Queda encendida la intención de continuar. A primera hora, la misma lámpara se abrirá sobre el papel y el cuaderno, y la pandilla seguirá presente en la manera en que trabajamos. No hay prisa: hay constancia. No hay ruido: hay decisión. En esa medida exacta de silencio y pulso firme, lo que amamos permanece.

Nota de Angelica — P. D.: Una de las imágenes se me quedó sin una mano por dibujar. La dejé así a propósito: a veces permito que un error respire y brille, como recordatorio de no dejarnos llevar por la perfección. Aunque Yesica insistió en que la corrigiera, preferí conservarla. Si lo notaron, díganmelo en los comentarios y cuéntenme en qué momento les saltó a la vista.

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