

Entre pinceladas y despedidas: el lienzo que no quería soltar
Estos últimos días han sido una mezcla intensa de emociones, silencios creativos y tazas de café medio frías sobre mi escritorio. He estado sentada largas horas entre pinceles, bocetos y pensamientos, trabajando en nuevas piezas para mi tienda. Pero hay una en especial —un lienzo que me robó más de lo que esperaba— del cual quiero hablarte hoy.
Lo pinté en directo, bajo la luz cálida de mi pequeña lámpara de estudio, con la música suave de fondo y el corazón puesto en cada trazo. Lo llamé “Maya June Delacroix”, y no es solo un personaje… es una historia entera convertida en color.
Maya es una chica de junio, como muchas de nosotras, que está a punto de independizarse. Vive en Canadá y el 1º de julio, día simbólico y patriótico, también marcará el inicio de su nueva vida. Pintarla fue como mudarme con ella: empecé por los ojos, cargados de dudas y esperanza; luego vinieron sus manos, llenas de planes y sueños todavía empaquetados en cajas. Su energía me acompañó durante horas. Y cuando terminé… no quise dejarla ir.
Subasté el lienzo en mi tienda. No porque no me doliera soltarlo, sino porque creo que cada obra debe encontrar su propio destino. Lo confieso con honestidad: lo amaba tanto que quise quedármelo un tiempo más, tenerlo cerca, convivir con su historia. Pero decidí dejar que sea alguien más quien lo cuide, quien le dé un nuevo muro al que pertenecer. Eso sí: se irá solo con quien entienda su valor más allá del precio.
Sé que puede sonar presuntuoso decir que una pintura me marca tanto. Pero quienes amamos lo que hacemos sabemos que el arte, cuando nace del alma, no tiene un valor fijo ni fórmula. No se trata de presumir, sino de honrar lo que sentimos mientras creamos.
Quiero agradecer sinceramente a todas las personas que me acompañan en este camino: quienes ven mis directos, quienes se quedan hasta el final, quienes leen estas palabras como si fueran parte del proceso creativo. Ustedes hacen que este viaje tenga sentido.
Si aún no has visto cómo nació Maya, el video completo está disponible en mi canal. Es un directo íntimo, donde comparto no solo mi técnica, sino también la historia detrás del personaje. Pincelada a pincelada, vas a ver cómo Maya cobra vida: cómo se convierte en esa chica valiente que decide dejar el nido y construirse un espacio propio, aunque tenga miedo, aunque no sepa del todo cómo será.
Antes de empezar, quiero presentarte a Maya, una joven diseñadora que dejó atrás la seguridad de su hogar para descubrir quién es en una nueva ciudad. Esta pequeña novela es un fragmento de su vida, un retrato íntimo de sus miedos, desafíos y sueños mientras aprende a ser adulta.
Lo que sigue es la historia de Maya, contada en sus propias palabras. Un relato sincero y cercano, donde cada detalle muestra cómo, entre errores y aciertos, se va construyendo una versión más auténtica de ella misma.
Te invito a leer y acompañarla en este viaje.
Me fui de casa una mañana de verano, sin dramatismos ni discursos prolongados. No fue una huida ni una despedida tradicional. Mi familia me abrazó con ese orgullo que intenta no temblar, y yo fingí seguridad, aunque por dentro sentía que me deshacía como una hoja seca arrastrada por el viento.
Tenía veintiún años y la mente llena de ilusiones vagamente dibujadas. Repetía afirmaciones en voz alta que más que certezas eran mantras torpes, destinados a mantener a raya el miedo.
Llegué a Toronto con dos maletas, una cuota modesta de fe y un deseo profundo de descubrir quién era cuando nadie me miraba.
Recuerdo esa mañana como si aún la respirara. El sol entraba tibio por las ventanas de mi habitación de paredes lilas, iluminando las partículas de polvo flotando en el aire. Mi madre, apoyada en el marco de la puerta, tenía los ojos empañados, aunque su sonrisa se esforzaba por parecer serena. Papá, con su camisa arrugada y las manos en los bolsillos, intentaba ocultar su inquietud detrás de un “Todo va a salir bien, Maya”.
—¿Estás segura de que quieres hacerlo ahora? —me preguntó mi madre, abrazándome como si quisiera memorizar mi olor y la textura de mi espalda.
—Sí, mamá. Ya es momento de crecer por mi cuenta —le dije con una firmeza que no sentía del todo.
Por dentro, era otra historia: piernas que temblaban bajo mis jeans, un nudo que subía por la garganta y el estómago revuelto como si se negara a colaborar con mi valentía. Quise llorar, pero no salieron lágrimas. En su lugar, coloqué esa sonrisa que había aprendido a usar para no alarmar a nadie.
Mi hermano menor, con la inocencia intacta de sus siete años, se acercó y me abrazó torpemente. Apretó un puñado de mi camiseta, como si con eso pudiera anclarme un segundo más. Sus ojos grandes y brillantes no entendían del todo, pero hablaban de despedidas sin necesidad de palabras.
Cerré la puerta con cuidado y me quedé unos segundos apoyada contra ella, escuchando mi propia respiración entrecortada. No me estaba escapando. Me estaba lanzando al vacío. Un salto sin red, sin garantía alguna.
Pasé de tener una habitación propia —con cortinas de lino, libros ordenados y una cama junto a la ventana— a un estudio en el que la cocina, la cama, el escritorio y la sala compartían espacio como extraños obligados a convivir. El baño, al menos, tenía puerta. Pequeña, pero suficiente para cerrarse con un clic seco que, al principio, me hacía sentir más sola que segura.
Mis días se llenaron de desafíos que nadie menciona cuando se habla de crecer. Cada mañana era una escena absurda: la alarma de incendios chillaba sin tregua mientras yo corría descalza, en pijama, agitando la tapa de la olla como si con eso pudiera disipar el humo. “¿Esto es ser adulta?”, pensaba mientras la cocina se impregnaba con olor a huevo quemado y el eco de mi torpeza.
Pero aprendí a encontrar belleza incluso en esos desastres cotidianos.
Una mañana me despertó el olor acre a quemado y el chirrido insistente de la alarma. Me incorporé de golpe, las sábanas enredadas en los tobillos. El corazón retumbaba contra mi pecho. Corrí a la cocina tambaleándome, tropezando con mis propios pasos.
—¡No, no, no! —murmuré, agitando con desesperación la tapa de la olla, como si ese movimiento pudiese invocar algún tipo de magia.
El humo ascendía lento, pegajoso, trepando las paredes. Me arrodillé junto a la ventana, giré el pestillo con dedos torpes y dejé que el aire fresco entrara. Aspiré profundo, cerré los ojos y apoyé la frente contra el vidrio. El pitido seguía ahí, perforándome la paciencia.
—Otra vez un huevo… —me dije en voz baja, con una sonrisa torcida de resignación.
Después de apagar la alarma, preparé café con las manos aún temblorosas. Lo bebí sentada en el suelo, envuelta en una manta, escuchando el silencio volver de a poco. No era perfecta, pero estaba intentando. Y eso también era parte del crecimiento.
Construí mis propios refugios. Pequeños, pero profundamente míos.
Un MacBook cubierto de stickers que me representan —frases motivadoras, arte que me inspira, colores que me definen. Nunca imaginé que este compañero se quedaría conmigo tanto tiempo. Me lo regalaron con amor y, aunque el tiempo ha pasado, sigue funcionando como el primer día. Cuando tuve que elegir entre comprar uno nuevo o pagar el alquiler, decidí apostar por mi hogar. Así que aquí sigue, conmigo, fiel como siempre, cargando sueños, proyectos y demasiados videos sin editar.
Mi cuaderno Moleskine, repleto de dibujos torpes pero sinceros. Bocetos que no comparto con nadie, detalles que solo yo entiendo, y que me arrancan una sonrisa en los días grises. Es mi rincón de calma, un pedazo de paz donde las ideas no necesitan filtro.
Un peluche que huele a infancia… sí, un poco desgastado, incluso con rastros de baba, pero cuando vives sola por primera vez, cualquier crujido parece una amenaza. En esas noches donde el silencio pesa, él ha sido mi guardián invisible. Su sola presencia me recuerda que no estoy sola, que ser valiente también es abrazar nuestras pequeñas debilidades.
Luces LED colgadas como si fueran luciérnagas urbanas. No las apago, ni siquiera por la noche. Iluminan suavemente mi espacio y, de alguna forma, también iluminan mi ánimo. Son mi escudo contra los fantasmas invisibles de la ansiedad y la soledad.
Mis vinilos favoritos descansan junto a una cafetera de prensa francesa que ya forma parte de mi ritual sagrado. Cada mañana comienza con el aroma profundo del café llenando el ambiente, mientras me acomodo en la cama, envuelta en una manta suave, viendo algún video proyectado en la pared. Es mi manera de reconectar conmigo misma antes de enfrentar el mundo otra vez.
Hoy estoy sentada en el suelo, rodeada de cajas. El contrato de alquiler termina en dos semanas. Esta vez no hay miedo. Hay claridad.
El primero de julio me mudaré. Día de Canadá. Día de independencia. Día de Maya.
Mi segundo apartamento. Mi segunda versión.
Más fuerte.
Más consciente.
Más yo.
La nueva vivienda es pequeña, pero tiene ventanas enormes por donde entra el sol con descaro. Un balcón mínimo, perfecto para colgar plantas. No tengo lujos, pero tengo intenciones.
Mientras acomodo las cosas, coloco las luces sobre la ventana. Instalo la cafetera. Ordeno mis vinilos. Y me siento en el suelo con mi peluche al lado. Abro el cuaderno y escribo: “Hoy empieza otra etapa. Aquí también voy a florecer.”
Porque vivir sola no es solo cambiar de espacio. Es transformarse. Es descubrirse entre errores y aciertos. Es aprender a llorar sin vergüenza y a celebrar sin testigos.
Soy Maya. Tengo veinticuatro años. Y estoy lista para escribir la siguiente página de esta historia que, por primera vez, lleva mi firma.
Si estás por dar ese salto —mudarte, vivir solo, empezar de cero— no esperes sentirte completamente listo. La verdad es que nadie lo está del todo. La preparación no se mide en ahorros, recetas memorizadas ni maletas llenas, sino en la voluntad de descubrir quién eres cuando nadie te observa.
Permítete tropezar. Quemar el desayuno. Llorar sin razón. Reírte solo. Llenar silencios con música, palabras o simplemente con tu propia respiración. Abraza el caos con curiosidad, no con miedo.
No subestimes el poder de los pequeños rituales: un café en calma, una vela encendida, una planta que crece contigo. Son anclas que te recordarán que, aunque el mundo cambie afuera, tú puedes construir dentro de ti un lugar seguro.
Y sobre todo: sé paciente contigo. La independencia no es una meta, es una transformación que se da de a poco, a veces en susurros. Estás aprendiendo a habitarte, y eso ya es un acto de valentía.
Vivir solo no es solo cambiar de dirección postal: es mudarse también de piel, de hábitos, de temores. Es reinventarse. Es abrir puertas nuevas y también cerrar algunas con amor.
Al principio, puede sentirse como un salto al vacío. Pero poco a poco, irás descubriendo que también sabes volar.
Así que, a ti que empiezas: no temas a la incertidumbre. No huyas del silencio. Ese espacio nuevo —con su cama sin hacer, sus platos por lavar y su paz por construir— es el escenario donde nacerá una versión más auténtica de ti.
Confía. Respira. Y da ese primer paso.
Tu vida te está esperando.
La historia real detrás del lienzo que habla del miedo, la independencia y el arte de comenzar de nuevo
Respira profundo. Deja que los hombros bajen. Escucha cómo la luz se cuela entre las cortinas y dibuja formas suaves sobre el suelo. Estás por entrar a un estudio donde el arte no solo se mira: se siente, se vive y se comparte.
Aquí empieza todo.
Todo comenzó una mañana cualquiera en la habitación pequeña que compartimos.
Las camas, una al lado de la otra, seguían desordenadas. El sol entraba en líneas delgadas por entre las cortinas claras, y nuestras dos gatas dormían hechas ovillo al pie de cada colchón, indiferentes a la conversación que estaba por cambiarlo todo.
Yo sostenía una taza de café caliente entre las manos. Yesica, aún en pijama, se sentó con las piernas cruzadas sobre su cama. Tenía esa expresión que pone cuando se le ocurre una idea que la emociona: los ojos chispeantes, la voz suave pero segura.
—Angélica, quiero que pintes algo que duela un poco —dijo sin rodeos, mirándome como si ya pudiera ver el lienzo terminado en su mente—. Algo que hable del vértigo de crecer. De lo confuso que es abrirnos al mundo cuando apenas estamos aprendiendo a sostenernos solas.
Tomé un sorbo de café y me quedé en silencio. Esa frase me cayó como un peso dulce y reconocible en el pecho.
Sí… sabía de qué hablaba.
Era esa sensación entre miedo y euforia que se siente al mudarte por primera vez.
El sonido hueco de un apartamento vacío.
La primera noche con eco.
Las cajas aún cerradas.
El café que preparas en una cocina ajena que estás tratando de hacer tuya.
La libertad que se parece al vértigo.
En ese instante, supe que no quería solo “pintar bonito”.
Quería crear personajes que contaran lo que no siempre se dice en voz alta.
Que fueran compañía para quienes están atravesando procesos similares: comenzar de nuevo, buscar su lugar, aprender a estar solas… y estar bien con eso.
Así nació la semilla de Angélica in Color:
Un espacio para expresar los cambios internos que acompañan nuestras decisiones externas.
Una tienda para quienes valoran el arte no solo por lo que muestra, sino por lo que revela.
La idea me golpeó en el pecho.
Pensé en esas primeras veces: la mudanza, el piso cubierto de cajas abiertas, el eco de una habitación vacía. La mezcla de emoción y miedo. El silencio de una noche sin compañía. La independencia sabe a libertad, sí… pero también a incertidumbre, a vértigo, a reconstruirse sin instrucciones.
Así nació Maya.
Maya nació a la mañana siguiente de haber aceptado la propuesta de Yesica: crear desde lo natural, desde lo que siento, no desde lo que simplemente observo.
Dejar atrás el arte que reproduce la realidad para abrazar el arte que la interpreta.
Esa mañana me senté frente al lienzo sin un plan claro.
Movía los lápices con la yema de los dedos, casi como si esperara que alguno de ellos supiera por dónde empezar.
Reorganicé los pinceles una y otra vez. Me levanté a preparar café aunque no tenía realmente ganas de beberlo.
Me perdía observando cómo el polvo flotaba en la luz que atravesaba la ventana, y se iba posando lentamente sobre los lienzos colgados frente a mi rincón de trabajo.
No sabía todavía que Maya ya estaba ahí, esperando ser descubierta entre el silencio, la luz y la duda.
Esa misma mañana, cerca de las nueve, después de darle de comer a mis gatas, tomé el lápiz casi sin darme cuenta. Empecé a dibujar a una chica sentada en una silla, con el fondo de su habitación de tamaño dos y medio, una ventana que dejaba entrar la luz y una planta que parecía más vibrante que ella misma. Sus hombros estaban tensos, y su mirada se perdía en el vacío. Sin embargo, en su expresión había una ternura profunda, un mensaje claro: estoy perdida, pero dispuesta a intentarlo.
Mientras la pintaba en vivo, también me estaba buscando a mí misma. Quería hacer pausas para estirar los dedos cansados, pero no quería detenerme; temía olvidar el tono exacto del color que había creado o equivocarme en el siguiente trazo. Ponía música suave —una lista con canciones que yo misma había seleccionado— y encendía las tres luces para iluminar bien mi video en directo.
Había momentos en los que, en voz baja, me encontraba hablando con Maya:
—¿Tú también sentiste que no sabías quién eras cuando te fuiste de casa?
Aunque era solo una pintura, me respondía en los detalles: en la forma en que la luz acariciaba su rostro, en el cuaderno a medio abrir a su lado, en las macetas de barro donde algo nuevo apenas comenzaba a brotar.
Pintar en vivo se volvió más que técnica; era mostrar el alma en tiempo real.
Decidí transmitir el proceso no para enseñar, sino para invitar a otros a ese espacio íntimo. A veces me detenía, mirando el lienzo sin moverme. Otras, respiraba profundo, como si el aire me recordara por qué había comenzado. Leía en voz alta los comentarios del chat. Una chica escribió:
—Verla me da ganas de abrazarla. Me recuerda a mí cuando me mudé sola.
Y entonces lloré. Sin cámaras, sin escándalo. Solo me sequé las lágrimas con el dorso de la mano manchada de azul y seguí pintando.
Cuando terminé el lienzo, lo dejé secar para luego tomarle una foto y subirlo a la tienda. Fui a comprar un marco para enmarcarlo y después lo colgué en mi estudio. Me sentaba frente a él como si fuera un espejo. Lo observaba mientras trabajaba, desayunaba o dibujaba, preguntándome si alguien más podría entenderlo como yo lo hacía.
Subastarlo fue una decisión complicada. Me resistí, lo guardé, lo saqué de nuevo. Pero finalmente comprendí que soltar también forma parte del arte: permitir que otros vean su historia y la complementen con la propia.
Si te interesa, únete a la subasta; está en línea. Quien haga la oferta más convincente se lo llevará.
Hoy, mientras lees esta entrada, el cuadro sigue esperando ser adoptado. Tal vez no sea solo una pintura; quizás sea justo lo que necesitas para recordar que el miedo no es debilidad, sino el umbral hacia algo nuevo.
¿Qué tal si continuamos esta conversación con una charla más profunda? Ahora le preguntaremos a Angelica que nos cuente, con detalle, sobre su camino como artista, sus miedos, sus descubrimientos y cómo ha encontrado su lugar en el mundo del arte.
Yesica: Angelica, siempre me ha llamado la atención cómo te cuesta mostrar tus obras y separarte de tus lienzos. ¿Cómo describirías ese miedo? Porque para mí se siente como un bloqueo interno, algo que impide que tu arte llegue a otros.
Angelica: Exacto, Yesica, lo describes muy bien. Es como si cada cuadro fuera una parte de mi historia, de mi alma, y la idea de soltarlo me da temor. Me pregunto si alguien va a comprender lo que quise expresar o si solo lo verán como una imagen más. Ese miedo a la incomprensión es lo que más pesa, pero también sé que es parte del crecimiento como artista.
Yesica: Lo que me dices me hace pensar que no es solo miedo, sino un apego profundo, ¿no? Esa conexión emocional que tienes con cada obra. Y supongo que ese apego hace que venderlos sea una batalla interna.
Angelica: Sí, totalmente. Soltar no es fácil, pero con el tiempo he aprendido que dejar que otros lleven mi arte a sus vidas es parte de darle sentido. Mis cuadros pueden convertirse en espejos para otros, y eso me reconforta y me ayuda a superar ese apego.
Yesica: También sé que pintar en vivo te ha ayudado mucho en ese proceso. ¿Qué significa para ti abrirte así frente a una audiencia, con la vulnerabilidad que eso implica?
Angelica: Pintar en directo es un desafío y una bendición. Me obliga a aceptar mis imperfecciones y a mostrar quién soy sin máscaras. Es como si el lienzo y la audiencia se volvieran cómplices de mi proceso, y eso me hace sentir menos sola. Es una forma de conectar, no solo con el arte, sino con las personas que me acompañan.
Yesica: Me parece muy valiente. Yo veo que, al compartir esos momentos, das permiso a otros para mostrarse también, sin miedo a equivocarse.
Angelica: Exactamente. Es un acto de confianza mutua. En ese espacio, todos aprendemos a aceptar nuestras propias dudas y avances.
Yesica: Cambiando un poco de tema, sé que encontrar el nicho para tu tienda no fue sencillo. ¿Cómo diste con ese punto donde sentiste que tu arte hablaba realmente a alguien?
Angelica: Fue un proceso lento. Quería que mi arte fuera auténtico, que reflejara emociones reales como la incertidumbre y la esperanza que sentimos al crecer y tomar decisiones difíciles. Poco a poco me di cuenta de que conectar con esas emociones universales me permitió encontrar un público que valoraba esa sinceridad, y así nació el nicho de Angelica in Color.
Yesica: Eso tiene mucho sentido. Me doy cuenta que no se trata solo de vender imágenes bonitas, sino de crear un puente emocional entre el arte y quien lo recibe.
Angelica: Sí, y ese puente es lo que le da vida a mi trabajo. Cuando alguien se ve reflejado en mis piezas, siento que mi arte cumple su propósito.
Yesica: Cuando eliges qué obras vender y cuáles guardar, ¿qué criterios sigues? Porque para mí se siente como una especie de selección muy personal
Angelica: Es justo eso, un proceso muy personal. Vendo las piezas que siento que están listas para ser compartidas, que pueden resonar con otros. Pero hay obras muy íntimas que guardo hasta que me siento lista para dejarlas ir. Cada decisión es una mezcla de emoción y lógica, porque también debo pensar en el futuro de mi arte.
Yesica: Entiendo. Es un balance delicado entre proteger tu proceso creativo y abrirte al mundo.
Angelica: Sí, y ese balance se aprende con la práctica y la paciencia.
Yesica: ¿Qué le dirías a alguien que recién empieza y siente ese miedo paralizante a mostrarse y vender su arte?
Angelica: Le diría que ese miedo es normal, que no está sola en eso. Que sea paciente y compasiva consigo misma. También que busque comunidades o personas que la apoyen, porque el arte florece mejor en espacios seguros. Y sobre todo, que recuerde que el valor de su arte no está solo en la técnica, sino en la historia que cuenta.
Yesica: Eso es algo que creo que muchos necesitan escuchar, especialmente en este mundo tan competitivo.
Angelica: Exactamente, la competencia puede paralizarnos, pero la conexión auténtica es lo que nos sostiene.
Yesica: ¿Cómo te ves a ti misma y a Angelica in Color dentro de unos años?
Angelica: Me imagino creciendo con una comunidad que valore el arte emocional y sincero. Quiero que Angelica in Color sea un refugio donde los artistas y los amantes del arte puedan encontrar inspiración y autenticidad, sin perder lo que nos hace únicos.
Yesica: Me encanta esa visión. Veo que tienes claro que el arte es más que producto, es comunidad y expresión.
Angelica: Así es, y quiero seguir cultivando ese espacio para todos.
Yesica: Para cerrar, ¿qué significa para ti el momento de vender una obra? ¿Cómo vives ese instante?
Angelica: Vender una obra es un acto profundo de entrega y confianza. Es permitir que mi historia viaje y se entrelace con otras. Aunque es difícil despedirme, sé que es parte del ciclo creativo, y cada venta es una oportunidad para seguir creando y compartiendo.
Yesica: Comprendo perfectamente. Es como si cada obra tuviera una segunda vida en manos de quien la recibe.
Angelica: Sí, y eso me da esperanza y motivación para continuar.
Cada obra que nace de mi estudio lleva consigo una parte de mi historia, mis dudas y mis sueños. Cuando decides llevarte un lienzo, no solo adquieres un objeto, sino un pedazo de ese viaje, un espejo donde puedes reconocerte y sentir que no estás sola en tus propios procesos de cambio.
Si este cuadro te habló, si sus colores y emociones resonaron contigo, te invito a que lo hagas tuyo. No dejes que el miedo a lo desconocido te detenga; dale un espacio en tu vida a esta historia que sigue viva, a este arte que nace de la valentía de comenzar de nuevo.
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Gracias por estar aquí, por leer no solo las palabras, sino también lo que queda entre ellas. Este blog es nuestro refugio compartido, donde la vulnerabilidad se transforma en fortaleza y el arte nos invita a sentir sin reservas.
Si te gusta este tipo de contenido —si alguna vez fuiste como Maya, si alguna vez pintaste tu vida con dudas, pero también con esperanza—, quédate cerca.
Aquí siempre hay espacio para volver a empezar. Recuerda: si puedes verlo, puedes escribirlo y también ilustrarlo.
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Con cariño,
Yesica y Angélica
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Preciosos colores cálidos y modernos. Me encanta. Se lo enseñó a mi amiga y ella también lo quiere
Gracias por tu comentario tan bonito. Me alegra mucho que te haya gustado y que también lo compartieras con tu amiga. Qué hermoso saber que conecta con ustedes.