Receta de Pasta Casera fácil y rápida

una pinta, otra narra. Entre gestos de cocina nace una pasta versátil, económica y sabrosa, con el placer de hacerlo propio.

Pasta de dos hermanas

La olla comienza a respirar antes de hervir. El agua vibra apenas y el vapor empaña el borde de los lentes. Angelica abre su cuaderno manchado de pigmento y, con el dorso de la mano tiznado de grafito, aparta un mechón rebelde. Dibuja una espiral gruesa que recuerda a un fusilli. Yo mojo los dedos en sal gruesa y dejo caer un puñado en el agua, hasta que huele a mar. La cocina ya es un taller: ella deja trazos; yo organizo cuchillos, tabla y tazones.

—Hoy va pasta, con lo que tenemos —dice Angelica, y la cuchara de madera queda en su puño como un pincel.

No heredamos recetario ni plato de firma. Una madre, dos hijas y una mesa que aprendió de improvisaciones. Con los años elegimos a qué volver y qué dejar atrás. Angelica renegaba del brócoli y de la coliflor; ahora celebra el brócoli salteado con aceite de oliva y carne. Yo sonrío al verla mover la muñeca con la agilidad con que mezcla pinturas: ese mismo gesto sirve para el sofrito.

Elijo una pasta corta (250 g). Reviso el reloj de pared y marco doce minutos como tope. Antes de que el agua hierva con fuerza, pruebo la sal en la punta de la lengua: un toque salino nítido, ni tímido ni agresivo. Cuando la ebullición ruge, dejo caer la pasta y remuevo apenas para que ninguna pieza se pegue al fondo.

En la tabla, la cebolla queda muy fina; el jengibre se ralla con el canto del cuchillo; el ajo se aplasta primero y se pica después para que suelte aroma sin amargor. El cebollín y el apio se ordenan en montoncitos separados. Enciendo la sartén, filo de aceite, fuego medio. El sofrito entra como una cuadrilla disciplinada: primero la cebolla; al medio minuto, ajo y jengibre; en el último tramo, cebollín y apio. Cuchara de madera, movimientos cortos y constantes, sin dejar que nada tome color. Un minuto y medio basta; cuando el perfume abre la puerta, retiro del fuego.

Angelica garabatea un tomate en su cuaderno, yo corto el real en cubos. El pepino se pela y se descarta la parte acuosa del centro para que la mezcla no se vuelva aguada. El aguacate se marca en damero dentro de su propia cáscara y se vuelca con una cuchara; el cilantro se pica al último para que no se oxide. El limón rueda, lo presiono con la palma sobre la mesa para soltar su jugo y lo exprimo sobre las verduras, con un hilo de sal. La acidez evita que el aguacate se oscurezca.

La pasta ya está al dente. Reservo media taza del agua de cocción antes de escurrir. Sacudo el colador para expulsar el exceso de vapor, sin enjuagar: el almidón adherido ayudará a unir.

Cómo se arma la receta, sin prisa

En un tazón amplio, uno la mezcla fresca de tomate, pepino, aguacate y cilantro con el sofrito tibio. Incorporo la pasta aún caliente y riego con un par de cucharadas del agua reservada hasta lograr un brillo húmedo. Si hoy va proteína, entro con pollo desmenuzado, carne molida cocida o camarones ya listos. Todo se mezcla de abajo hacia arriba, con suavidad, para que los cubos de aguacate no se deshagan.

Angelica deja a un lado el cuaderno y firma en la orilla de la hoja. Yo pruebo y ajusto: una pizca más de sal si falta; unas gotas de limón si la frescura lo pide. Sirvo en platos hondos y corono con hojas nuevas de cilantro. El vapor sube, la tinta de su dibujo todavía brilla.

Truco de carácter

De una revista aprendí un detalle que uso cuando la mesa reclama intensidad: un hilo de aceite de oliva virgen extra y una lluvia breve de copos de chile. No más que eso. La pasta adquiere nervio y calor, sin perder su claridad.


La receta, en breve y precisa

Ingredientes

  • Pasta: 250 g de la variedad que prefieras; 1 cucharada de sal para el agua.
  • Sofrito: 1 cebolla muy picada; 2 dientes de ajo picados; 1 trozo pequeño de jengibre picado o rallado; 2 tallos de cebollín en rodajas finas; 1 rama de apio muy picada; aceite de oliva.
  • Mezcla fresca: 1 tomate en cubos; 1 pepino pelado y en cubos (sin semillas); 1 aguacate en cubos; 1 manojo de cilantro picado; el jugo de medio limón; sal.
  • Opcionales: pollo cocido y desmenuzado, carne molida cocida o camarones cocidos.
  • Final: aceite de oliva virgen extra y copos de chile, a gusto.

Pasos

  1. Cocer la pasta en abundante agua con sal, 10–12 minutos o al dente. Reservar ½ taza del agua, escurrir sin enjuagar.
  2. Sofreír la cebolla 30 segundos; añadir ajo y jengibre 30 segundos; sumar cebollín y apio 30–40 segundos. No dorar. Retirar.
  3. Mezclar tomate, pepino, aguacate y cilantro con jugo de limón y sal.
  4. Unir la mezcla fresca con el sofrito; añadir la pasta y un chorrito del agua reservada hasta lograr una textura jugosa.
  5. Agregar proteína opcional ya cocida. Mezclar con suavidad.
  6. Servir y, si se desea, terminar con aceite de oliva y copos de chile.

La mesa quedó tibia y perfumada. Los platos, vacíos con brillo de aceite, esperaron un instante antes de ser llevados al fregadero. Angelica cerró el cuaderno de bocetos y apoyó la palma sobre la tapa, como quien sella un pacto. Yo recogí migas con la yema de los dedos y deslicé la mano hacia el borde para no perder ninguna. La tarde avanzó sin apuro; el vapor de la olla se volvió un hilo tenue, apenas visible.

—Déjalo así —dijo Angelica—. Quiero fijar estos colores antes de que se apaguen.

Sacó el estuche de acuarelas. Preparó un agua limpia en un vaso bajo y, con un movimiento breve, humedeció el pincel plano. Trazó el contorno de un plato hondo y lo rellenó con ocre diluido. Sobre ese fondo posó un verde medio, luego un verde más oscuro para el cilantro, y toques de rojo en puntos que sugerían tomate. Le gustaba trabajar por capas; cada una secaba unos segundos al aire, hasta que la siguiente encontraba base firme. Yo, mientras tanto, ordené la cocina con los gestos que conocemos de memoria: cuchillos al lavavajillas, tabla en vertical para que escurra, colador sacudido con dos golpes secos, paño doblado en cuatro para secar la encimera sin dejar vetas.

El agua de cocción que había quedado en la taza medidora aún guardaba un leve almidón. La guardé para el recalentado de mañana; un hilo bastará para devolverle brillo a la pasta. Estas pequeñas previsiones sostienen el día siguiente, con todo el cansancio que suele traer.

La noche pidió un té. La tetera silbó leve, y el limón sobrante aceptó su destino en rodajas finas. Angelica dejó el pincel en la bandeja y cambió a uno redondo, más elástico. Con ese hizo los camarones: una curva naranja pálido, otra más intensa para el lomo, una sombra en la base. Se inclinó, sopló apenas para acelerar el secado y, cuando estuvo conforme, firmó en el margen con su trazo pequeño.

Yo abrí el cuaderno de notas y registré lo que funcionó esta vez. Escribí sin adornos inútiles: el pepino sin semillas mantiene la mezcla crujiente; el aguacate en cubos mejor si la cuchara entra con la concavidad bien pegada a la cáscara; el cilantro picado al final resiste más. También anoté el orden del sofrito, que siempre resulta decisivo, y el minuto exacto en que el aroma dice basta.

Afuera llovía. Las gotas golpeaban el alero y marcaban un compás parejo. Ese ritmo acompasó lo que vino después. Decidimos preparar un frasco de aceite rojo para los días de prisa. La receta cabe en un susurro: una taza de aceite de oliva, una cucharadita colmada de copos de chile, una pizca de sal, una lámina de ajo dorada apenas, fuego mínimo durante cinco minutos, reposo completo hasta que el líquido aclare. Vertí la mezcla tibia en un frasco limpio y la tapé sin apretar, para evitar condensación. Angelica rotuló con tinta negra: aceite nervioso. Le puso la fecha y una mancha roja que parecía una luna en movimiento.

Quedó medio aguacate. Lo cubrí con una fina capa de aceite para que no se oxide. También sobró un poco de pollo desmenuzado. Deshilaché mejor los trozos grandes, guardé en un recipiente bajo y extendí la superficie con el dorso de la cuchara para que enfríe parejo. El orden reduce pérdidas; no es una teoría, es una costumbre aprendida.

Mientras el reloj marcaba las nueve, la cocina recuperó su silencio habitual. Angelica guardó pinceles en un rollo de tela y aseguró cada bolsillo con un nudo discreto. Yo me acerqué a la ventana. La calle se reflejaba en la humedad del pavimento. Pensé en nuestra madre y en todo lo que no tuvo tiempo de enseñarnos. La falta de recetario no fue vacío, fue posibilidad. Con esa certeza crecimos, y desde entonces movemos la cuchara con idéntica convicción.

Al día siguiente, la mañana trajo un gris limpio. Desayunamos pan tostado, café negro y un resto de la mezcla fresca, todavía firme. Antes de salir, dejé la pasta en un recipiente de vidrio y anoté una idea para la noche: convertir lo que quedaba en una ensalada tibia. Bastó calentar una sartén amplia, añadir un hilo de agua de cocción reservada y dejar que el vapor reanimara todo. Los cubos de aguacate fueron al final, ya fuera del fuego, para que no se vencieran. El aceite nervioso, en el momento del emplatado, dio un destello apenas picante.

Angelica, al volver, trajo un papel de grano grueso y un lápiz graso. Quiso hacer una serie mínima: utensilios de cocina que hubieran pertenecido a nosotras dos. Dibujó una cuchara de madera con muescas, una olla grande con marcas de agua, un colador con un borde abollado. En cada objeto insinúo una historia. Yo escribí al pie de sus dibujos: aquello que se usa adquiere memoria. Ninguna palabra sobraba.

La semana se organizó alrededor de tareas conocidas. Una tarde, al salir del mercado, repetimos el ritual: tomates con piel tensa, pepinos firmes, limones pesados, aguacates que ceden un poco bajo los dedos. Revisamos los tallos de cilantro y elegimos los que crujían al partir. En casa, abrí la bolsa y separé por destino: lo que va para hoy, lo que soporta dos días, lo que conviene conservar envuelto en papel. Angelica colocó los ingredientes sobre una tabla grande y compuso una naturaleza muerta. Encendió la lámpara, bajó la intensidad y dejó que las sombras definieran los contornos. Pintó primero la luz, luego los cuerpos. Esa es su forma.

Yo volví a la receta base con una variación mínima. Sustituí el apio por pimiento verde, cortado en tiritas muy finas, y añadí ralladura de limón en el último momento para que la frescura se multiplicara. El gesto que marca la diferencia es pequeño: frotar la ralladura con un pellizco de sal entre los dedos antes de incorporarla. La sal libera aceites esenciales y los reparte con mejor alcance. No hay misterio, hay cuidado.

Con el tiempo, comprendimos que todo se sostiene en secuencias claras. Preparar, probar, ajustar, servir, guardar. La historia que contamos nace de esas cadenas de gestos. Angelica pinta lo que pasa entre líneas; yo pongo en palabras la respiración de la olla, el orden del cuchillo, la muñeca que no se apura. A veces ella deja una mancha verde en la orilla del cuaderno, a veces yo subrayo con lápiz un verbo que describe mejor la textura. El resultado es una mesa compartida, austera y luminosa, y una práctica que nos acompaña sin aspavientos.

Esa noche, antes de cerrar la cocina, dejé otra nota en el cuaderno: mantener el agua de cocción siempre a mano; cortar el pepino en cubos más pequeños cuando la pasta sea corta; preferir aguacates medianos; picar el cilantro con cuchillo bien afilado y hoja limpia; no dudar en reservar un momento para probar y ajustar. Angelica añadió lo suyo: luz lateral baja para retratar platos de superficie brillante; papel de algodón para acuarela cuando haya verdes intensos; firma discreta en el margen inferior, nunca en el centro.

La cocina quedó en calma. Los pinceles de Angelica reposaron, el cuaderno cerró su página húmeda y los platos, ya secos, guardaron un brillo leve. El último bocado confirmó lo que veníamos construyendo a fuego medio: paciencia, orden y cuidado tienen sabor. La salsa abrazó la pasta gracias al agua reservada; el cilantro despertó el cuenco; el aceite rojo dejó un pulso tibio en los labios. Nada grandilocuente, todo preciso.

Comer lo hecho con las propias manos trae una quietud que sostiene. No es solamente alimento: es la suma de gestos aprendidos, de pequeños aciertos, de correcciones a tiempo. Es mirar el cuenco y reconocer en su aroma la jornada entera. Lo sencillo alcanza plenitud cuando encuentra intención.

Apagué la luz. En la encimera quedó la certeza de un oficio en marcha: hoy cocinar, mañana volver a probar y ajustar. Esa constancia alimenta más que el plato. La satisfacción no pidió palabras; bastó el cuerpo agradecido, la mesa limpia y el eco del limón y el jengibre redondeando el día. Con eso fue suficiente.

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