

¿Creciste en una casa donde no se podía experimentar? Nosotras también. Acompáñanos a recordar cómo un hot dog se convirtió en nuestro primer acto de libertad. Recetas, memorias y mucho corazón.
Éramos de esas chicas que vivieron su juventud entre cuatro paredes, no por castigo, sino por decisión propia. Mientras otros salían a fiestas o se perdían en parques con amigos, nosotras nos sumergíamos en el mundo infinito de los dibujos animados. El eco de sus voces aún resuena en los rincones de nuestra memoria, como un refugio tibio frente a un mundo que no terminábamos de entender.
Hoy, cuando la gente habla de “cosas normales” de la adolescencia —discotecas, amores fugaces, salidas espontáneas— solo podemos sonreír en silencio. Nos parecen extrañas, ajenas, casi tan lejanas como los cuentos que veíamos en la televisión. Pero incluso en esos años tranquilos, nos dimos nuestras licencias: pequeñas rebeliones, travesuras disfrazadas de curiosidad. Descubrimos mundos nuevos no en las calles, sino desde la cocina.
Recuerdo con claridad el día que Angélica y yo probamos un hot dog por primera vez. Teníamos una mezcla de entusiasmo y miedo en los ojos. Nadie nos llevaba a esos lugares. Para nuestros padres, la comida rápida era un misterio sin importancia, algo que no merecía el esfuerzo de ser explorado. Así que nosotras, en secreto, decidimos hacerlo por nuestra cuenta.
Fue nuestra pequeña revolución.
Aquel hot dog, que a los ojos del mundo no era más que una salchicha en pan, se convirtió para nosotras en el símbolo de una aventura silenciosa. Nos abrió la puerta a un universo de sabores: hamburguesas, sushi, ramen. Todo era nuevo, todo tenía ese aroma embriagador de lo prohibido y lo delicioso.
Pero como todo exceso, también nos pasó factura. Aprendimos —a veces con el estómago revuelto y la conciencia despierta— que incluso el placer necesita equilibrio. La comida rápida, con sus promesas tentadoras, también nos enseñó la importancia de elegir bien, de cuidar nuestro cuerpo sin renunciar al deleite.
Con el tiempo, nuestra curiosidad nos llevó más allá. Hoy no buscamos combos con papas y gaseosa, sino mercados locales, platos caseros, ingredientes que cuentan historias. Somos exploradoras de la cocina cotidiana. A cada bocado, le buscamos el alma.
Cuando cocino, no pienso solo en alimentarme. Pienso en narrar. En capturar con mi cámara ese instante exacto en que un plato aún humeante parece un poema. Quiero que quienes me leen no solo vean una receta, sino sientan el calor de la olla, el crujir del cuchillo, el perfume del ajo al tocar la sartén.
Hoy quiero compartir con ustedes algunos de esos descubrimientos. No para vender una idea de perfección, sino para rendir homenaje a ese camino que comenzó con una salchicha y un trozo de pan.
Fue después de ver una serie donde el protagonista adoraba las barbacoas. Nos miramos y, sin decir mucho, supimos que teníamos que intentarlo. Calentamos el sartén, con las salchichas dando vueltas hasta dorarse, y cuando el pan salió del horno, crujiente y tibio, sentimos que habíamos conquistado un mundo.
Ingredientes:
Instrucciones:
Después de gastar una fortuna en delivery, entendimos que cocinar era también una forma de autonomía. Nos metimos en la cocina, con las manos llenas de carne molida y la risa flotando en el aire, construyendo nuestra propia hamburguesa perfecta.
Ingredientes:
Instrucciones:
Trabajamos dos semanas en un restaurante de sushi. Fue poco tiempo, pero suficiente para aprender lo básico y enamorarnos de esta forma de arte comestible.
Ingredientes:
Instrucciones:
Inspiradas por Naruto, compramos los paquetes más económicos del supermercado, pero poco a poco fuimos elevando la receta hasta convertirla en una obra de amor.
Ingredientes:
Instrucciones:
Y así, desde la intimidad de nuestra cocina, transformamos lo cotidiano en algo especial.
Cada receta guarda una historia. Cada bocado es un recuerdo. No son solo platos: son fragmentos de nuestra vida, cocidos a fuego lento entre aprendizajes, errores y mucha risa.
Gracias por acompañarnos. Si alguna de estas recetas despierta en ti un recuerdo, una emoción o simplemente hambre, compártelo con nosotras. Porque al final del día, lo que verdaderamente alimenta el alma no es la comida, sino lo que compartimos a través de ella.
Entrevistadora:
Gracias por recibirnos. Hoy queremos conocer un poco más de ustedes, no solo como creadoras, sino como mujeres que han vivido, sentido y cocinado su historia. Empecemos desde el principio. ¿Cómo era crecer en su hogar? ¿Qué figuras marcaban su día a día?
Yesica:
Éramos cinco en casa: papá, dos hermanos varones y nosotras dos. Un universo pequeño, pero lleno de silencios que hablaban.
Nosotras éramos las menores, las “niñas”, pero en realidad, crecimos rápido. En ese entorno, no se hablaba mucho de emociones o sueños, todo era más bien funcional.
Angélica:
Sí, la casa no era exactamente un lugar donde uno pudiera gritarle al mundo lo que quería ser. Era más bien un refugio… y a veces, una jaula.
Pero incluso en esa estructura, algo en nosotras buscaba aire, buscaba espacio. Y lo encontramos en los lugares menos esperados.
Entrevistadora:
¿Dónde, por ejemplo?
Angélica:
En la cocina.
En la televisión.
En las pequeñas escapadas mentales que una se permite cuando el cuerpo está enclaustrado pero el alma quiere correr.
Yesica:
Y en los actos de osadía, como preparar un hot dog cuando eso no existía en nuestra dieta familiar. No teníamos permiso, ni referencias, ni ingredientes “apropiados”. Pero ese acto mínimo, cocinar algo por nuestra cuenta, fue una declaración de independencia. Un grito silencioso.
Entrevistadora:
¿Se sintieron libres al hacerlo?
Yesica (sonríe):
Libres y peligrosas. Como si estuviéramos cometiendo un crimen delicioso.
Angélica:
Fue la primera vez que entendimos que la libertad no siempre tiene forma de viaje o ruptura. A veces es una receta, un olor nuevo, una cuchara de madera girando en sentido contrario al que nos enseñaron.
Entrevistadora:
Crecieron con hermanos y un padre. ¿Cómo fue encontrar su voz femenina en un entorno tan masculino?
Yesica:
Difícil. Pero no imposible.
Nosotras hablábamos entre susurros cuando nadie escuchaba, escribíamos en cuadernos secretos, nos enviábamos miradas cómplices. Era un lenguaje silencioso entre hermanas.
Ese vínculo fue lo que nos sostuvo y nos permitió no desdibujarnos en un mundo que no parecía diseñado para nosotras.
Angélica:
El mundo nos decía: “quédense quietas”, pero nuestras manos querían crear. Nuestras bocas querían saborear. Y nuestros ojos no se conformaban con ver lo mismo todos los días.
Entrevistadora:
¿Dirían que cocinar fue una forma de resistencia?
Yesica:
Totalmente.
Cocinar fue romper las reglas sin que nadie nos lo impidiera. Era arte, rebeldía, amor. Era decir: yo también puedo crear algo que alimente, que emocione, que deje huella.
Entrevistadora:
Y ahora que comparten esas recetas y esas memorias, ¿qué sienten?
Angélica:
Una mezcla de orgullo y nostalgia.
Saber que cada plato que compartimos viene con una historia que tiene raíces profundas. Y que no importa cuán sencilla sea una receta, si está hecha desde la libertad, se convierte en revolución.
Yesica:
Hoy cocinamos no solo por placer, sino por todas las veces que no pudimos hacerlo. Por las niñas que fuimos y por las mujeres en las que nos convertimos sin pedir permiso.
Entrevistadora:
¿Qué le dirían a quienes, como ustedes, sienten que nacieron en un hogar pequeño, pero con un alma grande?
Yesica:
Que se atrevan. Que no esperen que alguien les dé la llave: la puerta se empuja desde adentro. A veces con una cuchara, a veces con un lápiz.
Angélica:
Y que no subestimen las pequeñas acciones. Un hot dog puede cambiar tu vida si lo cocinas con hambre de libertad.
En el recorrido de nuestras vidas, descubrimos que la libertad no siempre se presenta en grandes gestos o revoluciones visibles; muchas veces, se esconde en los pequeños actos de osadía cotidiana, en esos momentos silenciosos donde decidimos romper con lo esperado y abrazar lo desconocido. Crecer en un hogar donde predominaban las voces masculinas y las reglas implícitas nos enseñó que, aunque el espacio parezca limitado, el alma siempre puede encontrar un rincón para expandirse.
Cocinar, explorar sabores y crear fue para nosotras mucho más que una simple actividad: fue un acto de rebeldía y amor, un puente hacia la identidad que elegimos construir con nuestras propias manos. Hoy, compartimos no solo recetas, sino también esas historias de valentía silenciosa que nos hicieron crecer, nos hicieron libres.
A quienes nos leen, les dejamos esta invitación: celebren sus pequeñas libertades, honren sus momentos de descubrimiento y nunca subestimen el poder de un gesto sencillo para transformar la vida. Porque, al final, la verdadera revolución comienza en el corazón y en la voluntad de saborear la vida con pasión y autenticidad.